jueves, 16 de enero de 2025
miércoles, 15 de enero de 2025
NO PERMITAS QUE TE DEN LA COMUNIÓN EN LA MANO Y DE PIE
—A Dios sólo se va de rodillas; pero el hombre es demasiado orgulloso y fatuo para doblarlas (San Agustín).
— Al nombre de Jesús, dóblese toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos (San Pablo).
Si los hombres pudieran verte con los sentidos del cuerpo, tal y como estás en el Santísimo Sacramento, todos caerían de rodillas, rostro en tierra, para adorarte en forma irresistible, inclusive tus más acérrimos enemigos. Pero Tú me has dicho muchas veces que la libertad sin prueba es una palabra hueca que no tiene sentido alguno. Y porque creaste al hombre libre has puesto un velo en este Sacramento, Misterio de Amor y Fe, para que sólo te contempláramos con ese sexto sentido de la fe, que se agranda con la humildad y se atrofia y anula con la fatuidad y el orgullo, para probar de esta suerte el libre albedrío.
Si pues te viera con los sentidos corporales me arrodillaría, ¿y por qué no te veo con ellos voy a permanecer de pie? ¿Dónde está en mí el “hombre nuevo”? ¡Oh, no! Ahora, más que nunca, me postraré. Me arrodillaré, como lo hizo Tomás cuando, reconociendo tu divinidad, exclamaba ¡Señor mío y Dios mío! Como se postraba Pedro cuando te confesaba por Hijo de Dios; como se postraba Magdalena, como se arrodillaban los rengos y leprosos, y los cieguitos a quienes Tú curabas; así me postro de hinojos, con esa rúbrica, ese gesto, el más natural, que constituye de por sí un acto de fe, al igual que haría si corrieras el velo del Sacramento y pudiera verte cara a cara.
Sé, Señor, que los israelitas comieron de pie el cordero pascual, pero porque aquello era sólo una figura, un símbolo, una promesa; pero… nada más, y las promesas se esperan de pie. Pero en la plenitud de los tiempos, Tú, en la Eucaristía, ya no eres símbolo, como muchos pretenden, sino la más viva realidad: eres Carne y Sangre, alimento nuestro. Y en todos los tiempos has puesto antorchas vivientes que dan testimonio de esta realidad. Así Ángela de Foligno, así Isabel de Reute, Nicolás von Flue, Catalina de Siena, Luisa Lateau, Ana Catalina Emmerich, sor María Marta Chambón, Teresa Neumann y tantos otros. Si dejaste la Santa Misa, renovación incruenta del mismo Sacrificio de la Cruz, también como memorial de tu Pasión y Muerte, y ya al comienzo te postraste en el suelo junto a la roca de Getsemaní, ¿qué menos puedo hacer yo que postrarme contigo, en el momento de recibir aquella misma sangre que sudaste y derramaste?
“De rodillas ante este gran Sacramento; que el Antiguo Testamento ceda lugar al Rito nuevo y supla la fe la flaqueza de nuestros sentidos”; así reza la Iglesia en el “Tantum ergo”. Tú bien claro dijiste, Señor: “no se puede poner vino nuevo en odres viejos”. Si los israelitas permanecieron de pie, alentando la esperanza de una promesa, nosotros, que de veras hemos progresado, DESEAMOS ARRODILLARNOS, y así lo haremos, para recibir y comer, ESTANDO EN GRACIA SANTIFICANTE (ESTO ES: SIN PECADO MORTAL MEDIANTE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL), la Misma Realidad que se encuentra presente en todas y hasta en la más pequeña partícula de la hostia consagrada que recibiremos EN LA BOCA, no permitiendo que nos la den en la mano porque las partículas consagradas (donde estás completo con tu Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad) caerían al suelo y otras partes, algo que nunca permitiremos de nuestra parte.
Estamos en todo nuestro derecho de EXIGIR que se nos dé la Eucaristía de rodillas y en la boca. Y así, sin temor ni vacilación, lo exigiremos por amor a Ti, y de no lograrlo buscaremos aquellos pastores que tengan la suficiente reverencia para así hacerlo.
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
martes, 14 de enero de 2025
CONVERTIDA POR UNA GENUFLEXIÓN ANTE EL SANTÍSMO – Por el Padre Francisco Spirago.
El obispo y cardenal suizo Gaspard Mermillod (1824-1892), siendo vicario en una parroquia de Ginebra, convirtió a una distinguida dama protestante, de una manera por lo singular muy digna de mención.
Como vicario estaba encargado de revisar la iglesia parroquial antes de cerrar, por si alguien hubiese permanecido rezagado distraídamente o con malas intenciones. Era su costumbre antes de retirarse ponerse de rodillas ante el Santísimo Sacramento y, después de una breve plegaria, besar el suelo como supremo acatamiento al Dios allí presente.
Una noche, al retirarse, percibió un rumor en un ángulo de la iglesia. A la semioscuridad que reinaba en el sagrado recinto pudo vislumbrar a una dama elegantemente vestida que avanzaba hacia él.
El vicario le dijo un tanto sorprendido: “¿Qué busca usted señora, por estos lugares a semejante hora?”
La dama le contestó: “Perdone usted mi atrevimiento. Soy una protestante; sin embargo, he oído con mucho interés los sermones que usted ha predicado últimamente sobre la Eucaristía. Y he querido saber con certeza, si usted creía verdaderamente cuanto de ello nos ha dicho… “Como prueba, quise ver cómo se portaba usted ante el tabernáculo al encontrarse solo en la iglesia y no creerse visto por nadie”.
A los pocos días de este suceso la aristocrática señora ingresaba en la Iglesia Católica. La devota genuflexión del vicario ante el tabernáculo le había hecho ver la verdad. Jesucristo se halla siempre presente en el sagrario; por tal razón no debemos salir de ninguna iglesia sin antes arrodillarnos ante el altar del Sacramento.
Cuando Honramos a Dios cómo le es debido, damos con ello, un buen ejemplo al prójimo.
P. Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, Ed. Políglota, Barcelona, 1940, t. IV, pp. 94-95.
lunes, 13 de enero de 2025
LA HISTORIA DEL PADRE PIO Y UN ALMA DEL PURGATORIO
Una noche, mientras rezaba solo, el Padre Pío abrió los ojos y encontró a un anciano de pie frente a él. Confundido, le preguntó: “¿Quién eres? ¿Qué quieres?”
El hombre respondió: “Soy Pietro Di Mauro. Morí en este convento en 1908 y todavía estoy en el purgatorio. Necesito una santa misa para liberarme”.
El Padre Pío prometió rezar por él. Al día siguiente, descubrió registros que confirmaban la muerte del hombre exactamente como se describe.
Esta no fue la única vez que las almas del purgatorio buscaron las oraciones del Padre Pío. Una vez dijo: “Por este camino pasan tantas almas de muertos como de vivos”.
¡Un poderoso recordatorio de la importancia de la oración y la misa para los fieles difuntos!
sábado, 11 de enero de 2025
¿POR QUÉ LA IGLESIA DEDICA A LA VIRGEN MARÍA LOS SÁBADOS?
La Santa Madre Iglesia, en su sabiduría dedica; desde antigua; por herencia de los primeros cristianos todos los días Sábados a la Santísima Virgen María; como un preludio de la salvación; como el día precedente o que prepara al día de la Salvación.
Así como el Jueves es un día dedicado a la Sagrada Eucaristía (recordando aquel primer Jueves Santo en donde Jesús instituyó el Sacerdocio y la Eucaristía), el Sábado tradicionalmente es un día consagrado a María; los sábados son “marianos”. ¿A qué se debe esto? ¿Qué fundamentos tenemos para afirmar esto? Lo veremos a continuación.
Hay dos razones por las que consagramos el Sábado a María:
1.- “ESTRELLA DE LA MAÑANA”.
Cristo es llamado el Sol de Justicia (Cfr. Mal 4,1; Lc 1,78) o lucero de la mañana (Ap 22, 16) , por eso, a María, poéticamente se le ha llamado “la estrella de la mañana”. Esto porque María anuncia a Cristo con su Encarnación, lo mismo que la estrella de la mañana anuncia la llegada del Sol.
Dicho esto, dado que el domingo es el día consagrado al Señor (dies domini), el sábado se convierte en el día que prepara la llegada del domingo, así como María prepara la llegada de Jesús.
2.- “LA PIEDAD”.
Así se conoce a una famosa obra del artista italiano Miguel Ángel, en donde vemos a María con su Hijo Jesús en sus piernas, muerto. Le contempla, sufre ese dolor. Dicha obra nos quiere transportar a aquel sábado santo, en donde, un día después de que crucificaron a Cristo, María está en silencio, contemplando la muerte de su Hijo.
Cristo fue crucificado un Viernes, María sufre en silencio un sábado, ese día, todos los cristianos le acompañamos en su dolor, nos unimos a su sufrimiento.
Estos son los dos argumentos por los que a María le dedicamos el sábado, porque queremos acompañarle en su dolor (La Piedad), y además queremos que nos prepare a la llegada de su Hijo. De hecho, eso es lo que siempre hace María: llevarnos a Jesús (Cfr. Jn 2,5).
viernes, 10 de enero de 2025
EL PRINCIPIO VICENTINO: FARO DE LA FIDELIDAD Y CUSTODIA DE LA FE ETERNA
“En la Iglesia Católica debemos cuidar con el mayor empeño de que se conserve lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos.”
— San Vicente de Lerins, Commonitorium
La declaración de San Vicente de Lerins no es solo una fórmula teológica; es un himno a la estabilidad de la fe en medio de las tempestades de la historia. Este principio no solo guía la mente en el discernimiento doctrinal, sino que toca el corazón del creyente con la certeza de que, al permanecer fieles a lo que siempre ha sido creído, caminamos en la luz de la Verdad eterna.
No es una regla meramente técnica ni un recurso pragmático; es una manifestación de la naturaleza misma de la fe cristiana, un eco del amor de Dios, que no cambia y no puede ser traicionado. Este artículo profundiza en las dimensiones de este principio, no solo para describirlo, sino para explorar su alcance, su fundamento, su fuerza y su belleza.
I. EL PRINCIPIO VICENTINO: NATURALEZA Y DIMENSIÓN
San Vicente de Lerins, en su Commonitorium, nos ofrece un criterio para distinguir la verdadera doctrina de las herejías:
“La verdadera fe es aquello que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos.”
Este principio tiene tres dimensiones fundamentales, que no son solo descriptivas, sino que expresan la naturaleza misma de la Verdad revelada.
1. UNIVERSALIDAD (UBIQUE)
La verdadera fe debe ser aceptada en toda la Iglesia, sin excepciones regionales o culturales. Esto no implica una uniformidad superficial, sino una unidad esencial en la fe.
Santo Tomás de Aquino refuerza este punto al enseñar que la verdad de fe es catholica porque no está limitada por el espacio o el tiempo, sino que pertenece a la plenitud del cuerpo místico de Cristo:
“La fe católica es una porque está destinada a unir a todos los hombres en la misma Verdad revelada.”
2. ANTIGÜEDAD (SEMPER)
La fe verdadera no es una invención reciente ni una reinterpretación de lo ya recibido, sino un testimonio continuo desde los Apóstoles. La antigüedad no se mide solo en términos cronológicos, sino en su conexión ininterrumpida con la Tradición apostólica.
San Agustín lo expresó claramente:
“Aquello que es verdaderamente católico no es nuevo, sino lo que siempre ha sido creído desde el principio.”
3. CONSENSO (AB OMNIBUS)
La verdadera fe es la que ha sido aceptada por todo el cuerpo de la Iglesia, no por una élite intelectual ni por un sector aislado. Este consenso refleja el sensus fidelium, el instinto sobrenatural de la fe que guía al pueblo de Dios bajo la acción del Espíritu Santo.
San León Magno afirmó con fuerza:
“Lo que ha sido creído por el pueblo de Dios desde el principio no puede ser objeto de duda, porque en ello resuena la voz de Cristo que vive en su Iglesia.”
II. EL ALCANCE DEL PRINCIPIO VICENTINO
El principio vicentino no solo tiene una aplicación doctrinal, sino que abarca toda la vida de la Iglesia: la liturgia, la moral y la espiritualidad.
1. EN LA DOCTRINA: UNA FE INCORRUPTA
El principio asegura que cualquier desarrollo doctrinal legítimo debe ser coherente con lo recibido. El Beato John Henry Newman afirmó:
“El desarrollo auténtico no altera la sustancia de la fe, sino que la despliega y la clarifica. Cualquier contradicción con lo antiguo es señal de corrupción.”
2. EN LA LITURGIA: UNA FE ORANTE
La liturgia es la expresión visible de la fe. El principio vicentino asegura que cualquier reforma litúrgica debe estar en continuidad con la Tradición. San Pío V lo afirmó al promulgar la Misa Tridentina:
“Nada debe ser añadido a lo que nos ha sido transmitido, porque lo que ha sido consagrado por la Tradición no necesita corrección.”
3. EN LA MORAL: UNA LEY ETERNA
La moral cristiana no es un sistema ético flexible, sino una expresión de la Ley divina. San Francisco de Sales dijo:
“El amor de Dios no cambia, ni cambia su ley. Lo que fue santo ayer sigue siéndolo hoy y lo será por toda la eternidad.”
III. EL PRINCIPIO VICENTINO COMO RESPUESTA A LAS HEREJÍAS
A lo largo de la historia, el principio vicentino ha sido un criterio esencial para refutar las herejías y preservar la fe.
1. LA CRISIS ARRIANA
San Atanasio defendió la consustancialidad del Hijo con el Padre apelando al consenso de la Iglesia:
“No predicamos algo nuevo, sino lo que la Iglesia siempre ha creído: que el Hijo es de la misma esencia que el Padre.”
2. EL PELAGIANISMO
San Agustín refutó a Pelagio demostrando que la doctrina de la gracia es parte del depósito de la fe:
“La gracia no es un añadido, sino el fundamento de nuestra fe, recibido de Cristo mismo.”
3. LA MATERNIDAD DIVINA
En el Concilio de Éfeso, San Cirilo de Alejandría defendió que María es Theotokos mostrando que esta verdad está enraizada en la Tradición:
“Lo que decimos de María lo decimos de Cristo, porque ella es la Madre del Verbo encarnado.”
IV. EL PRINCIPIO VICENTINO EN LA RELACIÓN ENTRE LEX ORANDI Y LEX CREDENDI
La fe católica no solo se profesa con palabras, sino que se vive y se expresa a través de la oración litúrgica. Este vínculo inseparable entre la lex orandi (ley de la oración) y la lex credendi (ley de la fe) es una manifestación directa del principio vicentino: lo que siempre ha sido creído, siempre ha sido orado. La liturgia es un testimonio vivo de la continuidad de la fe.
1. LA LITURGIA COMO EXPRESIÓN DE LA VERDAD
San Vicente de Lerins no solo se refiere a la doctrina en su forma conceptual, sino también a su expresión en la vida de la Iglesia. La liturgia, al ser el acto público más alto de culto a Dios, refleja y custodia el depósito de la fe.
2. LEX ORANDI, LEX CREDENDI: UNA RELACIÓN VITAL
El principio lex orandi, lex credendi afirma que la manera en que oramos refleja y forma nuestra fe. Si la oración de la Iglesia se desvía de la Tradición, la fe misma puede verse comprometida.
3. LA LITURGIA COMO TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
La continuidad en la liturgia garantiza que la fe se mantenga enraizada en su fuente apostólica. Los cambios radicales en las expresiones litúrgicas, en cambio, pueden oscurecer verdades esenciales. Como señaló Dom Prosper Guéranger:
“La liturgia es la Tradición viva, porque en ella resplandece lo que la Iglesia siempre ha creído.”
V. CONCLUSIÓN: UN LLAMADO A LA FIDELIDAD SUPREMA
El principio vicentino no es solo una norma teológica; es un canto a la Verdad eterna, un homenaje a la fidelidad de Cristo, que prometió que las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia.
San Vicente lo expresó magistralmente:
“La fe verdadera no necesita novedad, porque en ella resplandece la luz de la eternidad.”
Este principio desafía a ser guardianes de la Verdad con mente clara y corazón ardiente, confiando en que, al permanecer fieles a lo que siempre ha sido creído, caminamos hacia el Dios que nunca cambia.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
1. San Vicente de Lerins. Commonitorium. Traducciones clásicas.
2. Santo Tomás de Aquino. Summa Theologiae.
3. San Agustín. De Doctrina Christiana.
4. San León Magno. Sermones y Cartas Dogmáticas.
5. Beato John Henry Newman. Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina Cristiana.
6. San Pío X. Pascendi Dominici Gregis y reformas litúrgicas del Breviario.
7. San Atanasio. Escritos contra el arrianismo.
8. San Cirilo de Alejandría. Cartas Dogmáticas.
9. San Francisco de Sales. Introducción a la Vida Devota.
10. San Pío V. Quo Primum.
11. Dom Prosper Guéranger. El Año Litúrgico y otros textos litúrgicos tradicionales.
jueves, 9 de enero de 2025
miércoles, 8 de enero de 2025
LA SANTÍSIMA TRINIDAD: MISTERIO Y RESPUESTA ETERNA AL RELATIVISMO
INTRODUCCIÓN: EL MISTERIO DE LA TRINIDAD, LUZ DE LA FE Y LA RAZÓN
Desde los albores del cristianismo, los grandes Padres y Doctores de la Iglesia han contemplado el misterio más sublime y central de la fe: la Santísima Trinidad. Este dogma, revelado en las Escrituras y profesado por la Tradición, nos habla de un único Dios que subsiste en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque supera la capacidad de la razón humana, no es irracional, sino un misterio de amor eterno que invita al hombre a entrar en comunión con Dios.
Inspirados por el pensamiento de San Agustín, los primeros teólogos y, posteriormente, Santo Tomás de Aquino, reflexionaron sobre este misterio desde la revelación y la filosofía. El propósito no era explicar lo inexplicable, sino defender la verdad revelada contra los errores y herejías que intentaban reducir el misterio a términos humanos. Este ensayo recoge los ecos de esta gran tradición preconciliar, particularmente de los Padres como San Atanasio, San Cirilo de Alejandría, San Basilio, y el mismo Santo Tomás, que iluminaron con su sabiduría el dogma de la Trinidad.
I. LA UNIDAD EN LA DISTINCIÓN
La esencia de Dios es absolutamente una y simple; no hay en Él partes ni composición. Sin embargo, esta unidad no es solitaria, sino que subsiste en una comunión eterna de tres Personas. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son consustanciales, coeternos y perfectamente iguales, pero se distinguen por sus relaciones de origen:
• El Padre es el principio sin principio, el origen de la Trinidad.
• El Hijo es engendrado eternamente por el Padre como su Palabra y Sabiduría.
• El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como el Amor eterno que los une.
San Basilio enseña:
“El Padre es fuente de toda divinidad, el Hijo es el que irradia esta fuente, y el Espíritu Santo es la bondad que une y vivifica” (De Spiritu Sancto, 5, 11).
Santo Tomás, retomando a San Agustín, explica que esta distinción de Personas no divide la esencia:
“En Dios todo es uno, excepto donde hay oposición de relaciones” (Suma Teológica, I, q.28, a.3).
II. EL HIJO: PALABRA Y SABIDURÍA DEL PADRE
El Hijo es el Verbo eterno del Padre, su Sabiduría subsistente y la Imagen perfecta de su ser. San Cirilo de Alejandría señala:
“El Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, irradiación de su gloria y sello de su sustancia. No es una criatura, sino el propio Dios que se hizo hombre” (Glaphyra in Pentateuchum, lib. 2).
San Agustín profundiza en este concepto:
“El Hijo es llamado Verbo porque expresa al Padre perfectamente, no como una palabra que suena y pasa, sino como la Palabra eterna que permanece” (De Trinitate, XV, 20).
Santo Tomás añade que la generación del Hijo no implica un cambio en Dios, pues es un acto eterno:
“El Padre comunica su esencia al Hijo, no por necesidad, sino por la perfección de su naturaleza” (Suma Teológica, I, q.27, a.2).
III. EL ESPÍRITU SANTO: AMOR Y COMUNIÓN DIVINA
El Espíritu Santo, en palabras de San Agustín, es “el amor mutuo del Padre y del Hijo” (De Trinitate, XV, 17). No es una emanación pasiva, sino una Persona divina que procede como vínculo eterno de comunión.
San Basilio describe su misión:
“El Espíritu Santo es el don que perfecciona la creación, santifica las almas y nos introduce en el misterio de la vida divina” (De Spiritu Sancto, 16, 39).
Santo Tomás explica que el Espíritu Santo procede por modo de voluntad, como amor subsistente:
“Así como el Hijo procede como el Verbo, el Espíritu Santo procede como el amor del Padre y del Hijo, que se comunican mutuamente su bondad infinita” (Suma Teológica, I, q.37, a.1).
IV. LA TRINIDAD EN LA CREACIÓN Y LA SALVACIÓN
Aunque las tres Personas son iguales, sus misiones en la historia de la salvación son específicas:
• El Padre crea.
• El Hijo redime.
• El Espíritu Santo santifica.
San Ireneo enseña:
“El Padre planifica, el Hijo ejecuta y el Espíritu Santo perfecciona, pero todas estas obras son realizadas por un solo Dios” (Adversus Haereses, IV, 20, 1).
San Atanasio reafirma:
“La encarnación del Verbo y la efusión del Espíritu Santo son obra del único Dios, que actúa por su amor infinito” (De Incarnatione, 9).
Santo Tomás resalta que, aunque las obras externas son comunes, cada Persona se manifiesta según su propiedad:
“La obra externa sigue a la esencia, pero la misión refleja la propiedad personal” (Suma Teológica, I, q.43, a.5).
V. REFLEJOS DE LA TRINIDAD EN EL HOMBRE
San Agustín señala que el hombre, creado a imagen de Dios, lleva en su alma un reflejo trinitario:
“En el alma humana hay memoria, inteligencia y voluntad; tres facultades distintas, pero unidas en una misma esencia” (De Trinitate, IX, 4).
Santo Tomás desarrolla esta analogía:
“La memoria refleja al Padre, la inteligencia al Hijo, y la voluntad al Espíritu Santo. Este reflejo, aunque imperfecto, nos ayuda a comprender el misterio trinitario” (Suma Teológica, I, q.93, a.9).
CONCLUSIÓN
El misterio de la Santísima Trinidad, fundamento de nuestra fe, es una invitación a contemplar la comunión eterna de amor que define a Dios. Este dogma, custodiado por los Padres de la Iglesia, no es una abstracción, sino la verdad que da sentido a toda la creación y redención.
San Agustín nos anima a adorar este misterio con fe:
“Cuando amamos, conocemos a Dios, porque Dios es amor. Este amor eterno es la Trinidad: el Padre que ama, el Hijo amado, y el Espíritu Santo, el amor que los une” (De Trinitate, XV, 28).
En un mundo marcado por el relativismo y la confusión, la Santísima Trinidad resplandece como la antítesis de toda fragmentación. Mientras el relativismo niega la verdad objetiva y fomenta el aislamiento del hombre respecto a Dios y al prójimo, la Trinidad proclama la unidad en la diversidad: un único Dios en tres Personas, en perfecta comunión. Este misterio no solo es una verdad de fe, sino un modelo para la sociedad y la Iglesia.
La negación de principios absolutos lleva al individuo a perderse en un mundo sin referencias ni significado. Sin embargo, la Trinidad nos recuerda que toda verdad tiene su origen en Dios, quien es relación y amor en su esencia. Como afirma San Atanasio:
“El que niega la Trinidad, niega al mismo tiempo el amor, porque no puede concebir una comunión eterna” (Contra Arianos, I, 18).
La Trinidad, lejos de ser una noción abstracta, nos enseña que solo en la verdad absoluta de Dios podemos encontrar nuestra identidad y nuestro destino. Contra el relativismo que disuelve la unidad, el dogma trinitario nos invita a construir relaciones basadas en la comunión, el amor y la verdad. Como subraya Santo Tomás:
“Dios, en cuanto Trinidad, no es solo el principio de la creación, sino el modelo perfecto de toda relación justa y ordenada” (Suma Teológica, I, q.93, a.8).
Por tanto, el redescubrimiento de esta verdad es fundamental en nuestro tiempo. La Santísima Trinidad no solo es un misterio a contemplar, sino una llamada a vivir en comunión con Dios y con los demás, reflejando en nuestras vidas el amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En este mundo fragmentado, el misterio trinitario es la respuesta eterna y perfecta al relativismo que oscurece la verdad y divide al hombre.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
• San Agustín, De Trinitate.
• San Atanasio, Símbolo de San Atanasio.
• San Basilio, De Spiritu Sancto.
• San Cirilo de Alejandría, Glaphyra in Pentateuchum.
• San Ireneo, Adversus Haereses.
• Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
• San Atanasio, De Incarnatione.
martes, 7 de enero de 2025
LA MUERTE DEL JUSTO: EL MISTERIO GLORIOSO DEL ENCUENTRO CON DIOS
La muerte, esa frontera que tanto temen los hombres, es, en realidad, el portal a la vida eterna. Para el justo, no es un final sombrío, sino el comienzo de la plenitud. Es el instante donde el alma, después de un largo peregrinar, descansa en los brazos del Padre. ¿Cómo puede ser que aquello que parece una derrota sea, en realidad, la victoria más grande? Esto es lo que los grandes santos, místicos y doctores de la Iglesia nos han enseñado: la muerte del justo es el cumplimiento del despojo, el paso a la gloria, el abrazo definitivo con el Amor eterno.
LA MUERTE DEL JUSTO: NO TEMOR, SINO ESPERANZA
Desde los primeros siglos, los cristianos han entendido que la muerte no es más que una transición. Los Padres de la Iglesia, como San Agustín, proclamaron que el justo no muere, sino que nace a la verdadera vida:
“Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”
El justo no teme la muerte porque sabe que, al cruzar este umbral, encontrará el hogar para el cual fue creado. San Ambrosio la describía como una liberación:
“La muerte no es un final, sino un paso. Dejamos atrás las cadenas de esta vida para volar hacia la libertad de la eternidad.”
¿Es esto una evasión, un consuelo para los débiles? No, es la más profunda verdad, porque, como decía San Pablo:
“Para mí la vida es Cristo y la muerte, una ganancia” (Filipenses 1:21, Straubinger).
La muerte, para el justo, es ganancia porque todo lo que parecía pérdida se transforma en plenitud. El Salmo lo proclama con sublime esperanza:
“Preciosa es a los ojos de Yahvéh la muerte de sus santos” (Salmos 115:15, Straubinger).
El justo no teme, porque sabe que su muerte será el momento en que su alma descansará en el abrazo de Dios.
LA FILOSOFÍA DEL DESPOJO: EL CAMINO HACIA LA VIDA ETERNA
El justo no enfrenta la muerte con temor porque ha aprendido a morir antes de morir. Esta es la gran enseñanza de los místicos de la Iglesia: el despojo. San Juan de la Cruz proclama:
“Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada.”
Este despojo no es un simple desapego material, sino un abandono total en Dios. Es renunciar a los apegos, al orgullo, al miedo, para que el corazón quede libre y Dios sea su único dueño. Morir a sí mismo, como decía Jesús, es el camino a la vida:
“El que perdiere su vida por mí, la hallará” (Mateo 16:25, Straubinger).
El justo que vive el despojo interior no ve la muerte como una pérdida, sino como el cumplimiento de su esperanza. San Francisco de Asís, en su Cántico de las Criaturas, llamó a la muerte “hermana”:
“Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar.”
Francisco la abrazó no como un enemigo, sino como una aliada que lo llevaba al encuentro definitivo con su Creador.
LA MUERTE: UNIÓN CON EL AMADO
Santa Teresa de Jesús, quien vivió con el anhelo constante de la unión con Dios, veía la muerte como el momento más glorioso de la existencia. En su poema Vivo sin vivir en mí, escribe:
“Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero.”
Para Teresa, la muerte no es más que el encuentro esperado entre el alma y su Esposo. Es la consumación del amor, el instante en que el alma, purificada por el despojo, se funde en el abrazo eterno de Dios.
“La muerte no me espanta, porque es la entrada a la vida.”
El justo, que ha vivido en comunión con Dios, anhela este momento como el final de un largo destierro. La muerte no es una tragedia; es un triunfo.
LA PURIFICACIÓN: EL SUFRIMIENTO REDENTOR
El Padre Pío, santo de nuestros tiempos, comprendió que la muerte del justo está precedida por un proceso de purificación. Enseñaba que el sufrimiento y las pruebas de esta vida no son castigos, sino herramientas que Dios usa para preparar el alma:
“El dolor es el cincel con el que Dios talla nuestras almas para que sean dignas de Él.”
El justo no teme el sufrimiento porque sabe que, en él, está la redención. Como decía San Juan de la Cruz:
“El alma que quiere llegar a la unión con Dios ha de pasar primero por la oscura noche de la renuncia.”
La muerte del justo es el paso final de esta purificación, el momento en que el alma deja atrás toda carga y se eleva hacia la gloria.
LA MUERTE DEL JUSTO: RAZÓN DE ESPERANZA
En un mundo obsesionado con evitar la muerte, la enseñanza cristiana sobre el justo parece contracultural. La respuesta está en la esperanza de la resurrección. Como proclamaba San Pablo:
“Pues si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Romanos 6:8, Straubinger).
Esta verdad no es un consuelo vacío, sino una certeza que transforma la vida. Como dice el Apocalipsis:
“Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, dice el Espíritu, descansan de sus trabajos porque sus obras los siguen” (Apocalipsis 14:13, Straubinger).
CONCLUSIÓN: UNA ESPERANZA GLORIOSA
La muerte del justo no es una pérdida, sino un triunfo; no es un final, sino un principio. Es el momento en que el alma, purificada y libre, vuela hacia Dios como una llama que asciende al cielo.
“Al final, la muerte del justo es un canto de victoria. No es el último suspiro, sino el primer aliento de eternidad. Hoy se nos invita a vivir con esta certeza: si vivimos en Cristo, nuestra muerte será nuestro último acto de fe, esperanza y amor, el paso glorioso al abrazo eterno del Padre.”
Y cuando llegue la hora, el coro de ángeles nos recibirá con estas palabras:
En latín:
In paradisum deducant te angeli;
in tuo adventu suscipiant te martyres,
et perducant te in civitatem sanctam Jerusalem.
Chorus angelorum te suscipiat,
et cum Lazaro quondam paupere
aeternam habeas requiem.
En español:
Que los ángeles te conduzcan al paraíso;
que al llegar te reciban los mártires
y te lleven a la ciudad santa de Jerusalén.
Que el coro de los ángeles te reciba
y, con Lázaro, el pobre de antaño,
tengas el descanso eterno.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
• Agustín de Hipona, Confesiones.
• San Francisco de Asís, Cántico de las Criaturas.
• Santa Teresa de Jesús, Poesías.
• San Juan de la Cruz, Noche Oscura del Alma.
• Biblia de Mons. Straubinger, Ediciones Guadalupe, Buenos Aires.
• Escritos y cartas de San Ambrosio y el Padre Pío.
lunes, 6 de enero de 2025
EL PECADO DOMINANTE Y EL PROPÓSITO DOMINANTE: UNA ESTRATEGIA IGNACIANA PARA LA CONVERSIÓN
En el corazón de la espiritualidad ignaciana se encuentra una verdad profunda y práctica: cada alma tiene un punto débil, una inclinación desordenada que condiciona sus caídas y limita su capacidad de amar a Dios con libertad. Este defecto, conocido como pecado dominante, es el enemigo principal en nuestra lucha espiritual. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, nos enseña a abordarlo con decisión, organizando nuestra vida espiritual en torno a un propósito claro y perseverante: combatir esta raíz del pecado.
El propósito dominante, en este sentido, se convierte en la brújula que orienta todo nuestro esfuerzo espiritual, subordinando otros aspectos para enfrentar de lleno aquello que más nos esclaviza. A través de los ejercicios y la práctica diaria, encontramos un camino de transformación que, reforzado con estrategias prácticas, nos permite avanzar hacia la santidad con orden y constancia.
EL PECADO DOMINANTE COMO ENEMIGO CENTRAL
San Ignacio nos invita a realizar un examen particular para identificar el pecado que con mayor frecuencia perturba nuestra relación con Dios. Este pecado no solo es un obstáculo, sino una puerta por la que entran muchas otras fallas. Al identificarlo, no nos limitamos a combatir síntomas, sino que atacamos la raíz misma del desorden.
Una vez identificado el pecado dominante, se propone subordinar todo esfuerzo espiritual a su combate directo. Como en una batalla estratégica, se debe centrar la atención en aquello que más daño hace al alma, pues al vencer este defecto, muchas otras virtudes se ordenarán naturalmente.
EL PROPÓSITO DOMINANTE: UNA ESTRATEGIA INTEGRAL
El propósito dominante surge como respuesta al pecado dominante. Es el compromiso firme de orientar todas nuestras fuerzas hacia la superación de este defecto, con un plan concreto y sostenido. Este propósito no se limita a deseos generales, sino que se traduce en acciones específicas, diarias y medibles. San Ignacio nos enseña a luchar con disciplina y perseverancia, pues la gracia actúa más plenamente cuando colaboramos activamente con ella.
1. IDENTIFICACIÓN DEL PECADO DOMINANTE
El primer paso consiste en descubrir dónde radica nuestro defecto principal. Esto se logra mediante:
• El examen particular: Una práctica diaria de reflexión en la que revisamos las ocasiones en que caímos en este pecado específico.
• Reconocer patrones y disparadores: Al observar nuestras caídas, identificamos las situaciones, pensamientos o emociones que suelen preceder al pecado. Esto nos permite estar alertas y anticiparnos.
2. SUBORDINAR EL ESFUERZO ESPIRITUAL AL PROPÓSITO DOMINANTE
El propósito dominante no es una lucha dispersa contra todos los defectos, sino un enfoque centralizado en el pecado que más daño hace a nuestra alma. Esto requiere:
• Simplificar la lucha: Concentrarnos en combatir este pecado, sin distracciones ni intentos de abarcar demasiado.
• Practicar la virtud opuesta: Cada día, nos ejercitamos en la virtud que contrarresta directamente el defecto. Por ejemplo, ante la soberbia, trabajamos la humildad; frente a la ira, cultivamos la paciencia.
3. APROVECHAR LOS RECURSOS DISPONIBLES
San Ignacio insiste en que los medios ordinarios de gracia son esenciales para vencer el pecado dominante:
• La oración frecuente: Pedir a Dios fortaleza para resistir las tentaciones específicas que surgen de nuestro defecto.
• La Eucaristía y la Confesión: Recibir estos sacramentos con regularidad, especialmente con la intención de sanar las heridas causadas por este pecado.
• La dirección espiritual: Buscar el consejo de un guía que nos ayude a discernir y avanzar en esta lucha.
ESTRATEGIAS PRÁCTICAS PARA FORTALECER EL COMBATE
1. HACER TANGIBLE EL PROPÓSITO
El propósito dominante debe ser concreto y observable. Esto implica:
• Establecer metas claras: Por ejemplo, “evitar responder con ira en mis conversaciones” o “practicar un acto de humildad cada día”.
• Registrar el progreso: Anotar en un cuaderno los avances y caídas diarios, lo que ayuda a medir el progreso y detectar patrones.
2. COMBATIR EN LOS DETALLES
El pecado dominante se alimenta de pequeñas concesiones. Por ello, San Ignacio nos enseña a estar vigilantes incluso en los actos aparentemente insignificantes:
• Evitar las ocasiones de pecado: Identificar y evitar situaciones que favorecen la caída.
• Sustituir hábitos negativos por positivos: Por ejemplo, en lugar de caer en la gula, desarrollar el hábito de ofrecer una oración antes de las comidas para fomentar la templanza.
3. USAR LAS CAÍDAS COMO APRENDIZAJE
San Ignacio nunca busca la perfección inmediata, sino un progreso constante. Cada caída es una oportunidad para identificar nuestras debilidades y redoblar esfuerzos:
• Reflexionar tras cada caída: ¿Qué ocurrió? ¿Qué podría haber hecho diferente?
• Reformular el propósito: Ajustar el enfoque según las lecciones aprendidas, fortaleciendo nuestra estrategia.
UN PLAN ANUAL PARA COMBATIR EL PECADO DOMINANTE
San Ignacio nos invita a considerar esta lucha como un proceso continuo. Cada año puede ser una oportunidad para centrar nuestros esfuerzos en un pecado dominante específico, trabajando con constancia hasta debilitarlo. Al finalizar el año, evaluamos los frutos y, si el defecto persiste, renovamos el compromiso o pasamos a otro área de nuestra vida que necesite atención.
UN EJEMPLO PRÁCTICO
Supongamos que identificas la soberbia como tu pecado dominante:
1. Propósito dominante: “Practicar la humildad en mis palabras y actitudes diarias”.
2. Plan de acción:
• Examen particular diario para observar cuándo me exalté o desprecié a otros.
• Actos concretos de humildad, como pedir perdón o reconocer los méritos de otros.
• Oración específica: “Señor, dame un corazón humilde como el tuyo”.
• Evitar ambientes o conversaciones donde sé que mi soberbia puede manifestarse.
CONCLUSIÓN
El propósito dominante, inspirado en San Ignacio, es un camino seguro hacia la conversión. Al identificar el pecado dominante y dirigir nuestros esfuerzos hacia su superación, respondemos al llamado de Cristo de avanzar hacia la perfección. Este enfoque no solo ordena nuestra vida espiritual, sino que también nos ayuda a crecer en libertad y en amor.
Que este año sea una oportunidad para renovar nuestro propósito, confiando en que la gracia de Dios completará lo que nuestras fuerzas humanas no pueden lograr. Como decía San Ignacio: “Haz lo que puedas, como si todo dependiera de ti, pero confía en Dios, como si todo dependiera de Él.”
OMO