jueves, 16 de octubre de 2025

DE LA MANO DE SAN JOSÉ

 

Oh gloriosísimo Padre de Jesús, Esposo de María. Patriarca y Protector de la Santa Iglesia, a quien el Padre Eterno confió el cuidado de gobernar, regir y defender en la tierra la Sagrada Familia; protégenos también a nosotros, que pertenecemos, como fieles católicos, a la santa familia de tu Hijo que es la Iglesia, y alcánzanos los bienes necesarios de esta vida, y sobre todo los auxilios espirituales para la vida eterna. Alcánzanos especialmente estas tres gracias, la de no cometer jamás ningún pecado mortal, principalmente contra la castidad; la de un sincero amor y devoción a Jesús y María, y la de una buena muerte, recibiendo bien los últimos Sacramentos. 

Oh custodio y padre de Vírgenes San José a cuya fiel custodia fueron encomendadas la misma inocencia de Cristo Jesús y la Virgen de las vírgenes María; por estas dos queridísimas prendas Jesús y María, te ruego y suplico me alcances, que preservado yo de toda impureza, sirva siempre castísimamente con alma limpia, corazón puro y cuerpo casto a Jesús y a María. Amén.

Jesús José y María
os doy mi corazón y el alma mía

Jesús, José y María
asistidme en mi última agonía.

Jesús, José y María
con Vos descanse en paz el alma mía.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria

V. San José, ruega por nosotros.
R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

martes, 14 de octubre de 2025

LA ESPADA DEL SACRIFICIO (es la Cruz) – Por el Padre Theodoro Ratisbona. Año1938 (Parte II de II).



   Sí, la doctrina cristiana es una doctrina de sufrimiento y lágrimas; pero también es la religión de los consuelos inmortales. La cruz hiere solo para sanar; transforma el dolor en alegría, como la vara de Moisés transforma las aguas amargas en dulces.

   La cruz nos salva. Sin embargo, solo salva a quienes la aceptan voluntariamente como instrumento de purificación y salvación. Para quienes sufren pero se niegan a resignarse, sería inútil.

   No basta con sufrir; hay que sufrir con Jesucristo. No basta con morir; hay que morir con Jesucristo. El divino Salvador no abolió el sufrimiento humano: lo santificó, haciéndolo expiatorio y sanador, uniéndolo al suyo. «Sufrió porque quiso», dice el Evangelio, «y tuvo que pasar por el sufrimiento para entrar en la gloria». Es uniendo voluntariamente nuestra cruz a su cruz, nuestra muerte a su muerte, que seremos glorificados y coronados con Él.

   La cruz es la piedra de toque que distingue a los cristianos. Mientras algunos la rechazan, se enfadan y blasfeman, otros la abrazan como penitencia santificadora, como instrumento de salvación. «Está en la naturaleza de las cosas que el mal expulse al mal, el veneno combata al veneno y el dolor elimine el dolor», dice Belarmino; la amargura de la enfermedad se cura, por tanto, con la amargura de la medicina. Porque así es como la cruz inmola lo que debe morir y santifica lo que debe vivir.

   Comprendamos la gran lección del Calvario. Dos criminales son crucificados junto a Jesucristo. Uno de ellos acepta la expiación en unión con la de la Víctima Divina, y se salva. El otro también sufre la muerte, pero se rebela contra la cruz; y expira desesperado. Un misterio significativo que nos muestra bajo qué condiciones la cruz nos salva y nos abre el cielo.

   Los Libros Sagrados lo repiten sin cesar: “Para participar de la gloria de Jesucristo, es necesario participar en sus sufrimientos, y para resucitar con Él es necesario morir con Él”. De ahí el profundo significado de esta frase: “Debo completar lo que falta a la pasión de Jesucristo”.

   ¿Qué falta, entonces, en la plenitud de los sufrimientos del Redentor? Lo que falta y debe añadirse es la contribución de nuestros propios sufrimientos, la aplicación de los tormentos expiatorios del Divino Cristo de la Iglesia a todos los miembros de su Cuerpo místico.

   El Señor no nos unió a su inmolación, sino para asociarnos a su vida y a sus triunfos. Tal es la misteriosa operación de la cruz: de alguna manera reproduce el sacrificio voluntario de Jesucristo en cada cristiano. La pasión se propaga mediante la paciencia. La paciencia cristiana en realidad no es nada más que la misma pasión de Jesucristo sufrida por nosotros; porque la paciencia, como la pasión, es la cruz voluntariamente aceptada. La paciencia es también la virtud esencial de los discípulos del Evangelio; mediante ella poseemos nuestras almas y ganamos las de nuestro prójimo...

   Sin duda, la cruz es la espada del sacrificio y la fuente de muchas lágrimas, pero también es la prenda del consuelo divino y reconecta admirablemente en el ámbito espiritual los lazos que rompe en el orden natural. El misterio de la cruz es una locura para los perdidos; pero para los verdaderos cristianos, es el misterio del Amor, lleno de esperanza e inmortalidad.

lunes, 13 de octubre de 2025

DIÁLOGO IMPOSIBLE ENTRE LA CORDURA PERDIDA Y EL SIGLO XXI



(Recreación del testamento de G. K. Chesterton al mundo moderno)

Escena:
Londres, año 2025. Una biblioteca que es museo y terminal de aeropuerto: mármol, vidrio, pantallas, santos en óleos y un reloj que adelanta para que nadie llegue a tiempo. Un olor de pipa —antiguo, cordial— aparece sin dueño. La sombra de un hombre inmenso se sienta, como si hubiera tenido siempre reservada esa silla.

L.M. —Señor Chesterton, ¿ha vuelto para juzgarnos o para reírse con nosotros?

G.K.C. —Para ambas cosas, que suelen ser la misma cuando uno se ríe por amor. Vengo a decir una verdad vieja con un chiste nuevo: ustedes han confundido la prisa con la peregrinación y la pantalla con el sacramento. No he vuelto a buscar mi época; he vuelto a rescatar la suya.

L.M. —Dicen que no tenemos dogmas, que somos pluralistas.

G.K.C. —¡Oh, tienen dogmas! Solo que no los confiesan: los publicitan. El más sagrado es éste: “Nada es sagrado”. Y lo adoran con la devoción de un monje sin monasterio. He visto templos más humildes que sus auditorios, y beatas menos crédulas que sus congresos de innovación.

L.M. —Tenemos también culpas nuevas: climáticas, económicas, tecnológicas…

G.K.C. —Son viejas culpas con traje de laboratorio. El hombre prefiere culparse de lo que no puede confesar. Le horrorizan sus pecados, así que los traduce a “fallas del sistema”. Es más fácil pedir presupuesto que pedir perdón. Y, sin embargo, la contabilidad moral del universo no admite contadores: o se paga con lágrimas o se paga con cinismo, y el cinismo es la usura del infierno.

L.M. —Usted nos acusa de haber olvidado qué está bien. ¿Qué está bien, pues?

G.K.C. —Está bien lo que hace al hombre más hombre. Está bien un hogar pequeño con un deber grande. Está bien un sí que compromete y un no que salva. Está bien arrodillarse ante lo eterno para no arrodillarse ante lo ridículo. Está bien la risa que desenmascara al tirano y el silencio que deja hablar a la verdad. Todo lo demás es utilería del drama moderno.

L.M. —Nos piden resultados; nos miden en cifras. El mundo se gobierna por métricas.

G.K.C. —Y por miedos. La cifra es el rosario del incrédulo: lo pasa entre los dedos para no pensar en el alma. Son exactísimos en sus estadísticas e indeterminados en su destino. Ustedes han confundido el reloj con el juicio final. Cuando todo es KPI, el pecado deja de existir y la estupidez se profesionaliza.

L.M. —Quizá es que hemos preferido la complejidad. Nos asusta la claridad.

G.K.C. —Desde luego: la claridad exige conversión; la complejidad, seminarios. La verdad es simple como una campana; el error es complejo como una excusa. Han hecho de la ambigüedad una cátedra y de la duda una virtud. Dudar puede ser un camino; quedarse a vivir en el desierto es turismo espiritual.

L.M. —Hablemos del amor: lo hemos liberado de las viejas ataduras.

G.K.C. —Han liberado al pez del agua. Llaman libertad a la asfixia, y lo celebran porque el pez convulsiona con entusiasmo. El amor es libre cuando promete, fuerte cuando obedece, fecundo cuando se limita. Un fuego sin hogar es incendio o ceniza. Por eso el matrimonio es heroísmo para adultos y piedra de tropiezo para adolescentes con tarjeta de crédito.

L.M. —Política: ¿hay algo que salvar?

G.K.C. —Siempre que existan hombres con cuello y conciencia, hay algo que salvar. Pero la política, sin verdad y sin virtud, se reduce al arte de vender espejismos a precio de desierto. En nombre del pueblo se adora al Estado; en nombre de la libertad se adoran los bancos; y en nombre de la paz se adora a la máquina. La vieja tentación no ha cambiado: “Todo esto te daré si postrado me adoras”. El diablo continúa ofreciendo atajos; ustedes han patentado la autopista.

L.M. —¿Y el pobre? ¿Dónde queda en su ironía?

G.K.C. —En el centro. El pobre es un sacramento de realidad: demuestra que el mundo no funciona aunque funcione el Wi-Fi. No se le salva con estadísticas, sino con amistad. La caridad que no huele a sopa y a lágrimas es filantropía con vestuario.

L.M. —Usted defendía la propiedad pequeña. Hoy parece ilusoria.

G.K.C. —Ilusoria es una libertad sin llaves. Una democracia donde nadie puede cerrar su puerta no es democracia: es hotel. El rico que posee el barrio y el burócrata que decreta que nada es de nadie son dos formas de la misma pereza: ambas odian el límite. Pero el límite es la gramática del amor: sin “mío” y “tuyo” no hay “nuestro”.

L.M. —Arte contemporáneo: ¿aún cree en él?

G.K.C. —Creo en el arte que cree en algo. Un artista puede pintar sombras si sabe dónde está la luz. Pero si arranca la luz del mundo, solo le queda exhibir su propia penumbra en alta definición. El arte moderno se ha vuelto autobiografía de la aburrición. Cuando se prohíbe el cielo, el artista termina describiendo su techo.

L.M. —Dirán que su fe mutila la imaginación.

G.K.C. —Al contrario: la bautiza. Los dogmas son las estrellas fijas que permiten que el poeta trace constelaciones. Sin dogmas, el cielo es un revoltijo de luciérnagas. La imaginación sin verdad es un niño con fósforos en un granero.

L.M. —Tecnología. Hemos unido al mundo.

G.K.C. —Y han desunido los hogares. La tecnología es como el alcohol: hay que saber beberla. Un teléfono que me acerca al lejano y me aleja del cercano es un ídolo portátil. Cuando la conversación con la máquina sustituye la conversación con el niño, hemos vendido la primogenitura por un plato de píxeles.

L.M. —Nos acusa de idolatría del yo.

G.K.C. —Sí: el politeísmo de las pantallas y el monoteísmo del espejo. Adoran mil cosas para no admitir que adoran una sola: su voluntad. Pero su voluntad es demasiado chica para saciarse con ella misma. El yo es un estómago que nunca dice basta. Solo se calma cuando se arrodilla ante alguien mayor que él.

L.M. —Muerte. La evitamos con eufemismos.

G.K.C. —Y con anestesia. Han desterrado el cementerio a la periferia del mapa moral. Pero la muerte es la profesora de realismo: te quita el disfraz, te devuelve el nombre y te pregunta qué has amado. El mundo teme la muerte porque ha perdido el arte de morir: morir perdonando, morir agradeciendo, morir bendiciendo. Un buen cristiano muere como los árboles en otoño: dejando semillas.

L.M. —¿Y la esperanza? ¿Dónde se compra?

G.K.C. —No se compra: se recibe. Por eso ofende al mercado. La esperanza es un préstamo del cielo que se paga con fidelidad. Ustedes confunden esperanza con optimismo; el optimista cree que todo saldrá bien; el esperanzado sabe que todo puede ser redimido. Incluso el siglo XXI. Incluso yo, que fui un pecador con gran sentido del humor.

L.M. —Le dirán reaccionario.

G.K.C. —Que lo digan. Si un tren marcha hacia el abismo, reaccionar es sensato. Las palabras modernas se han fabricado para evitar la vergüenza. “Progreso” significa “más de lo mismo con mejores gráficos”. “Inclusión” significa “todo menos lo que nos molesta”. “Tolerancia” significa “silencio para el que disiente”. Yo prefiero la vieja palabra: conversión.

L.M. —¿Cómo se convierte un mundo así?

G.K.C. —Como se enciende una vela: acercándola a otra. Nadie se salva con discursos; se salva con santos. Un hombre que cumple su deber en una casa pequeña levanta más civilización que cien influencers con megáfono. La historia la gobierna un carpintero que no escribió un libro. Y, sin embargo, todos los libros lo buscan.

L.M. —¿Quién puede ser ese santo hoy?

G.K.C. —Una madre que prepara la mesa y bendice a los ausentes. Un padre que regresa a casa y se arrodilla porque nunca es tarde. Un maestro que enseña gramática como si enseñara justicia. Un médico que recuerda que las heridas huelen a hijo. Un juez que prefiere perder un ascenso a perder su alma. Un muchacho que apaga el teléfono para mirar las estrellas. Una muchacha que descubre que la pureza no es miedo, sino fuerza.

L.M. —¿Y si nadie escucha?

G.K.C. —Entonces Dios lo hará, y eso basta. Las grandes obras han sido susurradas contra el ruido. Una sola familia fiel sostiene un barrio entero; un solo monasterio silencioso sostiene una época; una sola misa sostiene el mundo. Cuando todo parezca perdido, recuerden que el universo fue salvado por una mujer que dijo “sí” y un hombre que guardó silencio.

L.M. —Usted nos pide arrodillarnos.

G.K.C. —Les pido levantarse del suelo. El que no se arrodilla ante Dios acaba arrastrándose ante el Estado, el Mercado o la Moda. Arrodillarse es afirmar que el cielo existe; arrastrarse es admitir que solo existe el suelo. El siglo XXI se arrastra con elegancia.

L.M. —¿Qué hacemos mañana al despertar?

G.K.C. —Tres cosas: agradecer, obedecer, reír. Agradezcan por estar vivos y no ser ustedes mismos el centro del cosmos. Obedezcan a la verdad que ya conocen, no esperen una notificación. Y rían: rían de la solemnidad de los tiranos, de la grandilocuencia de los expertos, de la miseria de sus propias vanidades. El demonio no soporta la risa porque le recuerda que es pequeño.

L.M. —¿Nos perdona, entonces?

G.K.C. —No vine a perdonar: vine a suplicar que se dejen perdonar. La misericordia es un océano; solo los orgullosos mueren de sed en la playa. Su siglo está exhausto de opciones y sediento de absolución. No necesitan más alternativas; necesitan más altares.

L.M. —Déjenos su testamento, una última voluntad.

G.K.C. —Dejo mi bastón para apartar los ídolos, mi copa de jerez para brindar por la cordura y mis paradojas para que no olviden que la verdad es más divertida que la mentira. Dejo un mapa con cuatro puntos cardinales: hogar, altar, escuela y plaza. Si pierden uno, perderán los cuatro. Y dejo, sobre todo, mi risa: llévenla como espada y como escudo.

L.M. —¿Y el epitafio?

G.K.C. —Escriban: “Aquí yace un hombre que se rió de sí mismo para poder arrodillarse sin caerse”. Si quieren añadir algo, pongan: “Nos dijo que lo que estaba mal en el mundo era no preguntarnos qué está bien, y que lo que está bien empieza por dar gracias”.

Silencio.
Las pantallas siguen encendidas, pero la biblioteca parece más antigua y más joven a la vez. Una campana —¿de dónde?— suena lejana. El humo de pipa dibuja una puerta: detrás, una luz ordinaria, doméstica, de cocina encendida. L.M. intenta hablar, pero el inglés enorme ya no está. Solo queda un olor a madera y a vino, y la sensación inmensa de que la realidad —esa vieja reina— ha vuelto a sentarse en su trono.

L.M. —Señor Chesterton…
La palabra no encuentra a su dueño y, por primera vez en años, no hace falta.
El entrevistador toma aire, se persigna sin darse cuenta, guarda el teléfono y camina hacia la calle, donde la lluvia tiene un brillo nuevo, como si cada gota fuera una pequeña verdad cayendo del cielo.

OMO

domingo, 12 de octubre de 2025

12 DE OCTUBRE: DÍA DE LA HISPANIDAD



Somos la sangre hispana vencedora, somos la sangre indígena también vencedora, de aquellos que lucharon por destruir el imperialismo azteca dominante y esclavista (que ofrecía miles de víctimas a sus ídolos y practicaba la antropofagia) y con la ayuda de los castellanos lograron desprenderse del yugo que sufrían y que tantas vidas cobró.

 Nuestra Patria es una nación fundada sobre un triunfo, no sobre una derrota como engañosamente enseña la historia falsificada. México no era el Imperio Azteca. Antes de la llegada de los españoles no había nación sino un conjunto de diversos pueblos dominados y esclavizados por ese imperialismo. Nuestra Patria es la nación que nació de la unión entre vencedores indígenas de MÚLTIPLES ETNIAS y vencedores españoles. Los hispanos no extinguieron a los nativos americanos, como sí lo hicieron los ingleses, sino crearon familias con ellos. Somos la fusión de sangre hispana y sangre indígena. 

Quien reniega de sus verdaderos orígenes es un descastado o ha sido engañado por la falsificación histórica emprendida por los enemigos de México que nos quieren hacer creer, con el objeto de acomplejarnos y dominarnos, que solo y exclusivamente venimos de un pueblo -el azteca- y que nacimos de una derrota. Esos descastados deberían, mediante prueba de ADN, demostrar que ellos sí son genéticamente cien por ciento descendientes de los aztecas, cambiar sus apellidos y dejar de hablar en español o, de lo contrario, dejar de manipular la historia.  Nuestra verdadera Historia, con todas sus luces y sombras, es más compleja que el antihistórico relato maniqueo oficial, pero sin duda tuvo como génesis una gran victoria producto de una gran alianza.

viernes, 10 de octubre de 2025

COMEN Y BEBEN SU PROPIA CONDENACIÓN

 

Quien es católico bautizado y conserva la fe pero es un pecador que no se arrepiente de sus pecados y vive como si la ley de Dios no existiera, vive en camino de condenarse y si se mantiene así hasta el final de su vida, finalmente se condenará. 

No puede acceder a los sacramentos de vivos mientras no se arrepienta de sus pecados graves y los acuse con verdadero arrepentimiento y propósito de enmienda; sin embargo si mantiene la fe, sigue siendo parte de la Iglesia.

Vivirá en pecado, no le será lícito comulgar, estará separado de Dios por no tener la gracia santificante, será un necio que caminará hacia su perdición eterna, pero mientras mantenga la fe sigue siendo parte de la Iglesia y tendría la posibilidad de arrepentirse.

Claro, hoy el modernismo es tan "incluyente" con todos, todos, todos, que inventa el "discernimiento" para quien vive en adulterio (los divorciados de su legítimo cónyuge en segunda unión) para que sacrílegamente comulgue. Flaco "favor" le hacen pues lo inducen a comer y beber su propia condenación.

No quisiera estar, el día del juicio, en los zapatos ni de los otorgantes ni de los receptores de tan nefasto sacrilegio.


OCTUBRE, MES DEL SANTO ROSARIO.



miércoles, 8 de octubre de 2025

HABLA EL MAESTRO


Se sabe que es necesario reconstruir totalmente al hombre interior y al hombre exterior y que, éste, aparte de ser ciudadano, debe ser una verdadera unidad social y que para esto urge que las energías de la sociedad vuelvan al cauce del orden y que el talento, la riqueza, la propiedad y el poder sean fuente rica e inagotable de luz, de justicia y de bienestar para todos. Se ha llegado a comprender que solamente así será posible contener la corriente desbordante de las revoluciones e inaugurar una era de verdadera paz en el mundo.

Anacleto González Flores


martes, 7 de octubre de 2025

EL INVIERNO DEMOGRÁFICO DE EUROPA


(A partir de los informes de Mario Draghi, Enrico Letta y las principales fuentes internacionales de análisis demográfico).

I. EL SILENCIO DE UN CONTINENTE

Europa avanza hacia un horizonte donde las plazas quedarán mudas de juegos, donde las escuelas serán templos vacíos, donde las campanas doblarán sin pueblo que las escuche. El continente que en otro tiempo fue cuna de pueblos fecundos y vigorosos, se asoma hoy al crepúsculo de su civilización. Las voces infantiles desaparecen, las familias se encogen, los pueblos envejecen. Allí donde antaño se escuchaba el bullicio de generaciones, reina ahora el rumor de los pasos cansados y las calles grises.

Las cifras son frías, pero su lectura es dramática: lo que se extingue no es solo una tasa de natalidad, sino un modo de ser. La cuna vacía no es un objeto inerte: es el símbolo de una noche del ser que se instala lentamente sobre Europa. Lo que parecía un continente de futuro, hoy se asemeja a un museo que conserva las ruinas gloriosas de su pasado, pero carece de los hijos que las mantengan vivas.

Este silencio no es metáfora, sino realidad certificada por sus propios administradores. Draghi, Letta, la Comisión Europea, la OCDE, el FMI, McKinsey, Bruegel: todos, con el rigor de su lenguaje técnico, confiesan lo que durante décadas fue negado o disfrazado: Europa decrece, envejece y se agota. El mito del progreso, al que se consagraron generaciones enteras, ha terminado por convertirse en la crónica de una extinción voluntaria.

Roma conoció un fenómeno semejante: cuando su poderío aún se mostraba al mundo, la fecundidad había ya declinado, las familias se reducían, y el vigor moral se apagaba. No cayó primero por la espada extranjera, sino por el cansancio interior que deshace las fibras de una civilización. Así, la Europa moderna, que se creyó inmortal, contempla ahora su propia caducidad.

Las plazas vacías son la imagen visible de un destino invisible: el ocaso de la vida.


II. LA CONFESIÓN DE LOS TÉCNICOS

Lo más sorprendente no es que los filósofos lo digan, sino que lo reconozcan los propios guardianes del sistema. Mario Draghi, figura central de la economía europea, ex presidente del Banco Central Europeo, no es un moralista ni un poeta: es un tecnócrata, y su palabra es considerada axioma en los círculos financieros. Por eso resulta tan grave lo que pronunció:

“The EU is entering the first period in its recent history in which growth will not be supported by rising populations… By 2040, the workforce is projected to shrink by close to 2 million workers each year… the ratio of working to retired people is expected to fall from around 3:1 to 2:1.” (“La UE está entrando en el primer período de su historia reciente en el que el crecimiento no se verá respaldado por el aumento de la población… Para 2040, se proyecta que la fuerza laboral se reducirá en cerca de 2 millones de trabajadores cada año… se espera que la proporción de personas activas a jubiladas caiga de aproximadamente 3:1 a 2:1”.).

Son palabras que, con la severidad de un axioma, registran un hecho irrefutable: Europa se interna en un tiempo en que el crecimiento económico ya no descansará en el aumento poblacional. Es la primera vez en su historia reciente que el futuro no promete más hombres, sino menos.

Enrico Letta, antiguo primer ministro italiano, lo confirma en su informe sobre el Mercado Único: “Combined with demographic trends, this results in a sharp working age population decline in some regions…” (“Combinado con las tendencias demográficas, esto da como resultado una marcada disminución de la población en edad de trabajar en algunas regiones…”). La consecuencia es devastadora: regiones enteras se vacían, se transforman en desiertos humanos, y Bruselas debe improvisar un Talent Booster Mechanism para intentar detener el éxodo.

Ambos, desde perspectivas distintas —uno como economista de talla global, el otro como político institucional— coinciden en lo esencial: Europa sangra por la herida de su despoblación. No se trata ya de competitividad, ni de índices de productividad, sino de la misma base de la sociedad.

El lenguaje burocrático es frío, pero su significado es sepulcral. Donde Draghi habla de “ratio de trabajadores y jubilados”, la filosofía lee la quiebra de la cadena generacional. Donde Letta menciona “brain drain”, la historia escucha el vaciamiento de pueblos enteros. Lo que para ellos es un problema de gestión, para la filosofía es la confesión de un funeral.

La sentencia de los técnicos es lapidaria: sin hombres, no hay mercado; sin hijos, no hay Europa.
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III. LA LÓGICA DEL VACÍO

La demografía, tantas veces reducida a tablas de natalidad y mortalidad, se ha convertido en el espejo más fiel del alma europea. Allí donde la estadística muestra curvas descendentes, la filosofía detecta un vacío de sentido. No se trata de simples números, sino de una lógica inexorable: cuando no nacen hijos, la vida social se marchita; cuando las cunas se enfrían, los pueblos mueren.

La OCDE ha trazado la curva con claridad matemática: la fertilidad media cayó de 3.3 hijos por mujer en 1960 a 1.5 en 2022. En medio siglo, Europa ha pasado de ser un continente joven a un continente cansado. Ninguna de las políticas de estímulo —subsidios, ayudas, permisos parentales— ha logrado revertir la tendencia. El cuerpo social parece haber perdido no solo la fuerza biológica, sino la voluntad de procrear.

La Comisión Europea, en su Demography Report 2022, no emplea imágenes, pero describe lo mismo con palabras técnicas: el envejecimiento acelerado y la reducción de la población activa ponen en riesgo la sostenibilidad del bienestar y la cohesión territorial. Traducido al lenguaje filosófico: cuando la población en edad de trabajar se derrumba, el pacto social colapsa.

El FMI confirma el efecto económico: la baja natalidad constituye un lastre estructural para el crecimiento real del ingreso per cápita. McKinsey, con la mirada de la consultoría global, advierte que la consecuencia no se limita a las pensiones, sino que erosiona la capacidad innovadora y la proyección geopolítica del continente.

Bruegel, con su análisis regional, añade un matiz decisivo: Europa no envejece de forma homogénea. Unas regiones todavía absorben a los jóvenes, mientras otras se convierten en desiertos humanos. El mapa de Europa se divide entre centros que concentran vitalidad y periferias condenadas a la irrelevancia.

Si se compara con otros continentes, el contraste se vuelve aún más dramático. África, con su juventud pujante, se prepara para convertirse en el continente más poblado. Asia, aunque comienza a envejecer, aún mantiene vastos recursos humanos. América conserva dinamismo gracias a la inmigración y cierta vitalidad interna. Solo Europa aparece como un anciano que, pese a su riqueza, ya no tiene fuerzas para sostener su peso.

Los números son fríos, pero su lógica es inapelable: cuando falta la vida, el vacío lo ocupa todo.


IV. LOS GRANDES DEMÓGRAFOS: UNA VOZ SECULAR DEL DRAMA

Lo que la filosofía llama suicidio demográfico, lo han confirmado los demógrafos más serios del mundo. No se trata de discursos religiosos, sino de diagnósticos seculares que reconocen la magnitud del desastre.

Nicholas Eberstadt, del American Enterprise Institute, ha señalado que la obsesión del siglo XX con la “sobrepoblación” ocultó el verdadero problema: la despoblación. Hoy, Occidente enfrenta un desafío que mina su seguridad, su economía y su cohesión política. “El declive demográfico no es un fenómeno neutral, sino una erosión de la capacidad misma de una sociedad para sostener sus instituciones.” Sus análisis, basados en décadas de datos, muestran que sin reemplazo generacional no hay democracia estable ni prosperidad duradera.

Jean-Claude Chesnais, del INED francés, describió el fenómeno como “suicidio demográfico”. En su obra sobre la transición demográfica, mostró cómo las sociedades que deciden tener menos hijos de los necesarios para perpetuarse inician un proceso de autodestrucción cultural. Su comparación con Roma es contundente: el Imperio no fue vencido primero por los bárbaros, sino por la esterilidad interior que debilitó su tejido social. Europa parece caminar por la misma senda, repitiendo la historia con una mezcla de lucidez científica y ceguera moral.

Eurostat, la oficina estadística de la Unión, da la cifra exacta que confirma el diagnóstico: fertilidad total de 1.53 hijos por mujer en la UE (2022). Para 2070, casi el 30% de los europeos superará los 65 años. Es decir, una Europa de ancianos sostenida por una minoría cada vez más exigua de trabajadores. No es un escenario futurista, sino un calendario sellado en los propios informes oficiales.

Pew Research Center aporta la clave antropológica que conecta la demografía con la cultura. Según sus estudios, los europeos no tienen menos hijos por pobreza, sino por preferencia: priorizan la libertad personal, el desarrollo individual, la carrera profesional. Los hijos son vistos como carga, no como don. El problema, entonces, no es solo biológico: es espiritual. La esterilidad demográfica es la manifestación visible de una esterilidad del espíritu.

Otros organismos, como Naciones Unidas con su World Population Prospects, confirman la tendencia: Europa será el continente que más rápidamente pierda población activa en las próximas décadas. Su peso relativo en la población mundial, que en 1950 era del 22%, en 2100 será inferior al 6%. La geografía demográfica se convierte así en geopolítica: un continente que renuncia a la vida se condena a la irrelevancia.

El diagnóstico de los demógrafos es inequívoco: lo que falta no es dinero ni recursos, sino hombres; y sin hombres, toda civilización se disuelve.
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V. EL FRUTO DE LA REVOLUCIÓN ANTROPOLÓGICA

Los datos confirman el derrumbe; la filosofía revela la raíz. El invierno demográfico no es un accidente ni un fenómeno espontáneo: es la cosecha de una revolución cultural que trastocó los fundamentos de la vida.

Europa sustituyó la comunidad por el individuo autónomo, la fecundidad por el hedonismo, el orden natural por la arbitrariedad de la voluntad. Lo que fue presentado como progreso —la emancipación respecto de la tradición, la legalización del aborto, la contracepción universalizada, la ideología que separa sexo de fecundidad y familia de matrimonio— no ha producido libertad, sino soledad.

El grito de liberación se convirtió en un sollozo silencioso. Lo que se proclamó como emancipación fue, en realidad, una amputación: la amputación de la continuidad, la ruptura del cordón umbilical con las generaciones futuras.

La familia, célula originaria de toda sociedad, fue reducida a contrato revocable; el hijo, transformado en producto opcional; la maternidad y la paternidad, despreciadas como cargas. Y el resultado no podía ser otro: esterilidad biológica y espiritual.

La modernidad ha querido presentar la esterilidad como un triunfo: menos hijos para más consumo, menos familias para más autonomía, menos responsabilidades para más placeres. Pero la ecuación es falaz. Lo que se gana en autonomía se pierde en continuidad. Lo que se gana en placer se pierde en futuro.

Las cifras de Eurostat, los informes de Draghi y Letta, las proyecciones de la OCDE, no son otra cosa que el balance contable de esta revolución antropológica. Lo que el lenguaje técnico llama “declive poblacional”, la filosofía lo reconoce como el precio de una apostasía cultural.

La esterilidad es el fruto amargo de una modernidad que confundió progreso con decadencia.


VI. EL VACÍO ONTOLÓGICO

Detrás del colapso estadístico se esconde algo más profundo que la falta de nacimientos: una crisis del ser. La ausencia de hijos es la manifestación visible de un vacío ontológico.

Engendrar no es un simple acto biológico: es la afirmación de que la vida es buena, de que el futuro merece ser. Cuando una civilización rehúsa transmitir, no está rechazando solo a sus hijos: está rechazando la bondad misma de la existencia. Es la negación de la participación en el ser.

El hombre moderno, creyéndose autónomo, ha renunciado a la apertura a la trascendencia. Y al negarse a la trascendencia, se ha negado también a la inmanencia más concreta: engendrar vida. Lo que Tomás de Aquino llamaba la bonitas entis —la bondad del ser en cuanto tal— ha sido olvidada. Y cuando se pierde la confianza en el ser, se pierde todo: el presente se vacía, el futuro se apaga, la comunidad se desintegra.

El invierno demográfico es, por tanto, la traducción biológica del nihilismo. Nietzsche lo anticipó en forma filosófica; Europa lo sufre en forma estadística. Cuando se proclama que “Dios ha muerto”, lo que muere después es el hombre, y lo hace lentamente, no por violencia externa, sino por esterilidad interna.

Pew Research ha mostrado que las razones más citadas para no tener hijos son el deseo de libertad personal y la percepción de que los hijos limitan la realización individual. Pero detrás de esa preferencia se esconde algo más grave: la desconfianza en la vida como bien. Lo que antes era recibido como don, hoy es percibido como amenaza.

El vacío ontológico es esto: una civilización que no confía en la bondad de ser y, por tanto, rehúsa prolongarse. Una cultura que ha sustituido la apertura por el encierro, la fecundidad por la esterilidad, el futuro por la nada.

Cuando no se cree en el ser, no se cree en la vida; y cuando no se cree en la vida, la historia se detiene.
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VII. EL OCASO DEL HOMBRE SIN RAÍCES

El drama demográfico no se queda en las estadísticas: penetra en todos los ámbitos de la vida política, económica y cultural. Sin juventud, no hay defensa. Sin juventud, no hay innovación. Sin juventud, no hay transmisión cultural.

En el plano geopolítico, la consecuencia es inmediata: un continente envejecido pierde su lugar en el equilibrio de poder mundial. Europa, que en el siglo XIX dominaba el mundo con su vigor demográfico, es ahora una tierra cansada. Naciones Unidas calcula que, mientras África triplicará su población en este siglo y Asia conservará su peso estratégico, Europa reducirá drásticamente su proporción en el mapa humano global: del 22% de la población mundial en 1950, caerá a menos del 6% en 2100. La historia no se detiene: donde un pueblo decrece, otro ocupa su lugar.

En el plano económico, la decadencia se traduce en parálisis. La innovación, motor del crecimiento, se alimenta de jóvenes arriesgados y creativos. Sin ellos, las sociedades se vuelven conservadoras, temerosas, incapaces de sostener la competencia global. Draghi lo admitía con frialdad: la productividad deberá compensar la falta de población. Pero la productividad, sin hombres que la encarnen, es un espejismo: no se multiplican los panes sin trigo.

En el plano cultural, el ocaso es aún más doloroso. La transmisión de valores, tradiciones, lenguas y artes depende de la continuidad generacional. Sin hijos, no hay quien aprenda, no hay quien herede, no hay quien cante lo que se cantaba ni quien rece lo que se rezaba. Una Europa sin hijos no es Europa renovada: es Europa vacía, convertida en museo.

La imagen es clara: el continente que fue raíz de Occidente se convierte en hombre sin raíces. Un árbol puede exhibir todavía un tronco sólido, pero si se le arranca la raíz, su muerte es cuestión de tiempo.

Un pueblo que renuncia a engendrar renuncia a existir. Y el que renuncia a existir, entrega su lugar en la historia.


VIII. EPÍLOGO: EL ECO DEL VACÍO

Comenzamos con la imagen de plazas sin niños y campanas sin pueblo. Terminamos con el mismo cuadro, ahora revelado en toda su hondura: un eco hueco, un futuro sin rostro, una melodía cortada. Las plazas vacías son el espejo de las cunas extinguidas; las campanas que repican en catedrales solitarias son el réquiem de una civilización que no quiso perpetuarse.

Draghi y Letta lo han consignado en informes técnicos. La OCDE y la Comisión Europea lo han proyectado en gráficos. El FMI y McKinsey lo han traducido en cifras de productividad. Bruegel lo ha cartografiado en desigualdades regionales. Eberstadt lo ha diagnosticado como erosión institucional. Chesnais lo ha definido como suicidio demográfico. Eurostat lo ha confirmado con sus estadísticas oficiales. Pew lo ha explicado como fruto de preferencias culturales que valoran más la autonomía que la vida.

Todos coinciden en el mismo veredicto: Europa muere de esterilidad voluntaria.

La filosofía, más allá de los datos, lo sentencia con palabras que son piedra: una civilización que ha declarado la guerra a la vida ha firmado su propia acta de defunción. La ley natural, despreciada, se impone con rigor implacable. El vacío de las cunas refleja el vacío del alma.

Y así, lo que comenzó como un rumor de plazas silenciosas se convierte en epitafio:
esas plazas son su tumba; esas campanas, su réquiem.

Oscar Méndez O.