jueves, 5 de junio de 2025

GANÓ LA VIDA EN EL ESTADO DE GUANAJUATO


 
Si no se ve el video, puede mirarse en facebook:


Bendito sea Dios. Cabe destacar la valentía de la diputada Itzel Mendo que cambió de opinión al estudiar profundamente el tema y desempató la votación de la sesión anterior. Mujeres así son el orgullo de Guanajuato.

Con un discurso en favor de la vida, la diputada Itzel Mendo, del Partido Verde Ecologista de México, se pronunció en tribuna del Congreso de Guanajuato, lo que derivó en el archivo de las iniciativas del Partido Movimiento Ciudadano, apoyadas por Morena, el Partido del Trabajo y el Partido Verde, que buscaban la despenalización del aborto en el estado.

Su intervención provocó una fuerte reacción de colectivas "feministas" presentes en el recinto legislativo, quienes interrumpieron la sesión ordinaria (y las profundas razones que daba la legisladora para rectificar su anterior voto) con consignas, humo verde y morado, y pintas dentro del salón del Pleno. 

 La votación quedó dividida: 19 votos a favor de mantener la penalización del aborto —16 del PAN, 1 del PRD, 1 del PRI y 1 del Partido Verde—, frente a 17 votos en contra —11 de Morena, 2 de Movimiento Ciudadano, 2 del PRI, 1 del Partido del Trabajo y 1 del Partido Verde.

Al mismo tiempo, grupos provida mayoritarios respaldaron a la legisladora con gritos de “¡No estás sola!”, mientras diputados del PAN se colocaron detrás de ella en señal de apoyo.

Miles de manifestantes (muy superiores en número al de las proabortistas) que se hallaban afuera del recinto esperando el resultado, estallaron en vítores a favor al conocer el triunfo de la vida.

¡Viva la vida!

miércoles, 4 de junio de 2025

LENTA AGONÍA

 

El alma de nuestra Patria, que vivificó ese imperio donde no se ponía el sol, en lenta agonía se acerca al ocaso. La Impiedad se apoderó de nuestra Patria, destruyendo la familia. El divorcio legaliza la impiedad y en cadena va cayendo casa sobre casa y así todos nuestros pueblos; lo que nos rodea es un campo de ruinas y desolación. El aborto es el arma con que los impíos secan la fuente de la vida, de la esperanza y de un mañana, y a quién alcanzan a nacer tratan le mancillar su inocencia. Con mezquino egoísmo se esteriliza toda paternidad, los hogares, no son hogares, son un estéril erial invadido de bestias grandes y pequeñas. ¡Pobres ancianos! Apartamos su venerable presencia de nuestra existencia y los olvidamos sin piedad  junto con sus tesoros de historia y experiencia, y una vez eutanasiados, cremamos sus restos porque no tenemos piedad ni con los muertos.

No enseñan ya la verdad en los colegios con un sistema que llaman laico que en realidad es ateo, no se imparte justicia en los tribunales pues han desterrado de las leyes las enseñanzas morales predicadas por el cristianismo , nada ayuda a que los pueblos vivan en paz. Partidos rozagantes oprimen al pueblo quebrantado, degradado, depravado por los vicios, sojuzgado por la tiranía de las multinacionales. Partidismos que aborrecen hasta el concepto del bien común y la Ley Natural. Es impiedad la pornografía. Es la misma impiedad quien inspira las artes. El espíritu de este mundo moderno, con su crueldad impía  borra del ayer el apoyo al mañana, y así denigra las tradiciones que les permite a los católicos ser la sal de este mundo.


martes, 3 de junio de 2025

DESTRUYENDO MITOS

 

El médico aunque enferme puede curar. Los ministros de Cristo no son todos santos. El confesor si peca, también se confiesa y ello no le quita el poder de perdonar. Quien cura el alma de otros con la absolución, también puede enfermarse espiritualmente -que es peor que físicamente- por el pecado. Por supuesto, nada justifica la ofensa a Dios, porque el pecado como tal nunca tiene justificación en nadie. Todo ser humano puede pecar por su naturaleza caída que lo hace proclive a caer en las tentaciones del maligno. El sacerdocio no elimina la humanidad del ministro, aunque le exige -más que a nadie- una vida de santidad. Pero los defectos y errores humanos no quitan que Jesús les delegó ese poder de remitir los pecados ajenos, cuando dijo: ‘A quienes perdonen sus pecados, serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos’. Jn 20.23. Además, debe saberse que todos somos pecadores y que los sacerdotes confiesan a menudo sus pecados, pues hasta los más santos tienen faltas veniales e imperfecciones.

El catolicismo es la única y verdadera religión fundada por Cristo-Dios y su veracidad no depende del comportamiento -bueno, malo o regular- de sus ministros, como la ciencia médica no es falsa por los malos médicos. Él proclamó: ‘Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás’. Juan 11, 25-26. ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’. Juan 14, 1-6. Sólo el débil pierde la fe por el comportamiento de los ministros de Dios. Otro asunto es que pueda y deba huir de los malos pastores, sobre todo de aquellos que destruyen la fe o la moral contraviniendo las enseñanzas de la propia Iglesia y que alejan a los fieles del genuino magisterio. Sólo el jacobino de mala fe -con la arrogancia de quien muchas veces se ostenta como perfecto- descalifica la veracidad del catolicismo en función de los defectos humanos, como si la Verdad revelada por Dios dependiera de éstos.

Así que resulta una falacia impugnar la veracidad de la religión católica con el sólo pretexto del pésimo comportamiento de algunos ministros (que además están traicionando a Cristo y a su Iglesia) como lo hace esa minoría de pederastas, lo que equivaldría a negar la veracidad de una ciencia por el sólo comportamiento de los malos científicos. De este modo, los médicos criminales -que los hay- no descalifican la medicina como tal. De igual manera, no confesarse con un ministro designado por Dios para perdonar los pecados con el pretexto de que es un hombre pecador igual que nosotros, es una falacia semejante a la ridiculez de no querer ir a curarse con un médico porque los médicos también padecen enfermedades.

Es urgente destruir los mitos que esgrimen los enemigos de Dios y que, lamentablemente, hay que reconocerlo, convencen a  muchos ingenuos y débiles en la fe que no han escuchado más que lo que dicen estos sofistas sin realizar siquiera, por sí mismos, un más profundo análisis y razonamiento empleando -por lo menos- el sentido común.

lunes, 2 de junio de 2025

EL SILENCIO DE DIOS



I. EL JUICIO QUE NO HABLA, PERO QUEMA

No hay gritos, ni juramentos, ni defensa. Hay solo un silencio. Un silencio denso como el humo de la sangre, espeso como la tarde en que se mata un inocente. Cristo calla. Y ese callar no es cobardía. Es filo. Es fuego. Es sentencia. El mundo lo interroga con la lengua de la fuerza, y Él, Verbo hecho carne, responde con la mudez que abrasa. ¿Qué puede decir la Luz a los ciegos que no quieren ver? ¿Qué puede hablar la Verdad a quienes han vendido su alma para conservar sus cargos?

Pilato, engalanado en su miedo, lo mira: “¿No oyes lo que te acusan?” Pero él no habla. Porque ya lo ha dicho todo. Porque hablar sería rebajar a la estatura de los que escupen. Porque su silencio es más punzante que la lanza que después le abre el costado. En ese instante, el mundo ha sido juzgado. El juez no es el que tiene el trono, sino el que tiene el rostro escupido y los labios cerrados. El que no necesita justificar su inocencia, porque su inocencia arde como un sol en medio de la oscuridad del pretorio.

Silencio. Y en ese silencio, cruje el universo. Se parte el alma de quien ama la justicia. Se hiela la sangre del que aún puede sentir. Porque ese silencio no está vacío: está cargado de juicio, de verdad, de misericordia inaguantable. No es un silencio pasivo: es el rugido del cielo que ha decidido no rugir. Es la espada que no se levanta porque ya ha sido clavada en el madero.

Cristo no responde porque ha venido a ser condenado. Pero no por ellos: por nosotros. Su silencio no es para salvarse a sí mismo, sino para que el mundo vea, tiemble y —si puede— volver. Y en su mudez, la condena: este es el mundo que ha elegido al César y ha despreciado al Mesías. Este es el hombre que teme perder poder, pero no teme perder el alma. Este es el templo vacío que quiso llamar al Dios que lo habitaba.


II. EL SILENCIO PRESENTE: ESPADA INVISIBLE

Y ese silencio no ha cesado. Hoy también calla. Ante jueces sin justicia, ante altares profanados, ante templos convertidos en escenarios. Cala. Pero no porque no veas. Calla porque su mirar basta. Porque ya no se trata de convencer, sino de dejar arder el corazón de quien aún pueda escuchar en lo hondo.

Es el juicio final anticipado: no con trompetas ni relámpagos, sino con la ausencia que duele, con la respuesta que no llega, con la Palabra que ya se dijo y fue despreciada. Y sin embargo en ese silencio vibra la última esperanza. Porque mientras calla, espera. Mientras no habla, ama. Y en el alma que aún tiembla, en el alma que se arrodilla en la soledad, todavía puede sonar —como un suspiro roto, como un susurro de leña ardiendo— esa Voz que no muere, que no grita, pero que salva.


III. LA FIDELIDAD COMO OÍDO DEL ALMA

El que no guarda, no oye. El que no permanece, no escucha. Porque la Voz de Dios no salta de novedad en novedad como un predicador de feria, ni baila al ritmo de las modas, ni se arrastra por los eslóganes de los templos modernos. La Voz de Dios habita en la fidelidad. Y la fidelidad no es comodidad: es cruz, es soledad, es combate.

Hay que tener el alma firme como una piedra que no se deja arrastrar por el agua sucia. Hay que tener el corazón plantado como un árbol en medio de un desierto sin sombra. Porque todo lo que hoy se llama “apertura” no es más que ruido. Y en el ruido, el oído se aguanta, el alma se ensordece, el Verbo se pierde.

Los que abandonan la tradición, los que desprecian la forma, los que diluyen la doctrina para hacerla más aceptable al mundo, se vuelven sordos. Lo que llaman evolución es, en el fondo, traición. Porque ¿cómo escuchar la Palabra si uno ha roto el eco de los siglos? ¿Cómo reconocer su timbre si se ha desfigurado su acento con las lenguas del mundo?

La fidelidad no es nostalgia. No es inmovilismo. Es humildad. Es saber que lo recibido no se toca con manos sucias. Que lo sagrado no se reforma con decretos ni con asambleas. Que la liturgia no es un juguete, sino un altar. Que la doctrina no es una opinión, sino una lámpara. Que el canto no es espectáculo, sino súplica.

Solo quien guarda, oye. Solo quien es fiel, escucha. Porque la Voz de Dios no se impone. Se insinúa. Y solo resuena en la conciencia de que se ha hecho hogar para lo eterno. Y para eso, hay que vaciarse de uno mismo. Hay que hacer silencio interior. Hay que taparse los oídos al mundo, para abrirlos a Dios.


IV. EL PROFETA QUE ARDE SIN GRITAR

Y esa fidelidad, hoy, será contracultural. Será escupida, burlada, perseguida. La señalarán con el dedo los obispos que pactaron con el César. Le pasarán por encima las procesiones del mundo, los credos sin costillas, los liturgos sin lágrimas. Pero también será fértil. Porque en medio del escombro, la semilla fiel echa raíz. Porque cuando todos han hecho pacto con la mentira, el que se mantiene fiel se convierte en profeta. No un profeta con micrófono, ni con frases pulidas. Un profeta roto. Sin púlpito, sin nombre, sin eco.

Un profeta que camina solo. Que sangra sin testigos. Que ora sin respuestas. Que arde por dentro como un león que no se consume.
El que guarda, arde.
El que es fiel, sufre.
Pero el que sufre en silencio, combate.
No se esconde. No se adapta. No hay negociaciones. Su sola presencia es testimonio. Su sola existencia, un desafío. No necesita hablar: es la respuesta.

Y esa es la fidelidad verdadera:
no la que sobrevive, sino la que resiste. No la que se esconde en las ruinas, sino la que enciende una lámpara en medio del derrumbe y la sostiene con mano firme mientras el viento sopla. La que mira de frente al silencio de Dios y no se escandaliza,
porque sabe que ese Silencio es el último acto de amor, y también el primero de la justicia.

Porque el silencio de Dios no es derrota:
Escribe.
Es separación.
Es una espada invisible.
Y quien lo habita, ya ha sido llamado.


V. EL SILENCIO QUE LLAMA A VOLVER

Porque Dios no se ha enmudecido.
Calla con la majestad de quien ya sangró, de quien habló sin palabras en la cruz, de quien entregó todo y, al final, dejó solo el Silencio. Pero un silencio que llama, que arde, que abre el pecho del mundo.

No es un silencio que abandona:
Es un silencio que convoca.
Convoca al alma rota, al fiel cansado, al pecador endurecido, al traidor arrepentido, a todos.

Y en el fondo, ese silencio es también el espacio de la libertad.
Dios calla no porque se ausente, sino porque quiere que el alma se pronuncie. Porque si gritara, ya no habría amor, sino obediencia de esclavos. Y Dios no quiere esclavos: quiere hijos.
Por eso calla.
Para que el hombre elija.
Para que su Palabra sea acogida y no temida, para que su Cruz sea abrazada y no impuesta, para que su Reino sea amado y no forzado.
Ese silencio es la escena del drama del alma:
sin ausencia, sin respeto;
no vacío, sino prueba;
no juicio solamente, sino posibilidad.

Desde ese centro traspasado —la Cruz— el Silencio vuelve a hablar.
No con voz, sino con gravedad.
No con argumentos, sino con heridas.

Y ese silencio, si se escucha con el alma desnuda, hace volver.
Hace caer de rodillas.
Hace llorar.
Hace creer.
Porque el Verbo crucificado, aunque no hable, nos sigue llamando a todos.

A todos.
A volver.
A entrar por la herida.
A escuchar con temblor.
Dejar el ruido.
A volver al Amor que no grita, pero no deja de llamar.

OMO

sábado, 31 de mayo de 2025

ACUSO AL INFIERNO



Seguramente muchos habrán escuchado la famosa frase que se atribuye al poeta Charles Pierre Baudelaire, esa de: "el gran engaño del demonio es hacer creer que no existe". Si a eso le agregamos que es de lo más común oír “no estés viendo al demonio en todos lados”, y también que es de lo más común desear cada vez más y en grandes dosis el confort, el conformismo, resulta que el hombre vive en una indiferencia gravísima y asaz dañina sobre la realidad del infierno.

Quien haya inventado el “no estés viendo el demonio en todos lados”, dudo mucho que haya tenido argumentos sólidos para sostener su afirmación. San Pedro enseñó algo diametralmente opuesto y nos exhortó: “Sed sobrios, y vigilad, porque vuestro adversario el diablo, cual león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar”. Allá, en el infierno, no se duerme. Hasta la consumación de los tiempos los demonios merodean por este mundo, intentando, sin descanso, ganar personas para llevarlas al infierno donde será el llanto y el rechinar de dientes. Las tentaciones diarias nos dan cuenta de la existencia de los seres angélicos caídos: están ahí, nos tientan, nos molestan, nos sugieren malas cosas, buscan perdernos. San Pablo en su carta a los de Éfeso habló de las potestades malignas que se mueven en los aires, y nos indicó que tenemos una lucha diaria y constante contra ellos: “la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial”; mi lucha es pelear para que los demonios no me hundan. Si bien se aprecia, a su vez la potestad angélica del mal se sirve de lo mundano que está en las tinieblas. El mundo de hoy, no temo decirlo, se ha transformado como jamás se dio, en una feria gratuita de pecados, al por mayor y de variadísima gama, que se nos ofrecen con el visto bueno de la aprobación social conformista. La caída es tan fácil, la lucha tan ardua. 

Principalmente los demonios acechan y tientan sin cuartel a las almas religiosas y a las almas que hacen defensa pública de la fe: contra ellas lanzan finísimos ataques y elaboran complejas estrategias para lograr las caídas. Cualquier general busca con los suyos abatir si pudieran a los más bravíos hombres de las tropas que tiene por enemigas; y si eso hace en buena lógica un general humano, ¿qué no hará el Príncipe de este mundo contra las almas que quieren vivir amigas de Dios y defendiendo la fe?

Andan como “león rugiente”. No es que uno los vea en todos lados, es que por más que alguien no quiera verlos ellos seguirán manifestándose por doquier. La indiferencia no los ahuyenta, les da más campo de acción. El alma dada a la oración y a la vigilancia sí puede mantener a raya a los espíritus malignos, a distancia si se quiere, pero ellos no dejan de intentar sus invasiones. Recordemos la anécdota del monje que se fue de compras a una ciudad: a cierta distancia de esta última, tuvo una visión en la que vio cantidad de demonios dormidos sobre ella; mas al regresar al monasterio, volvió a tener visión y vio cómo cantidad de demonios buscaban la caída de los monjes. Descansaban en la ciudad revelando así que ya tenían liquidadas aquellas almas, que habían de alguna manera alcanzado su objetivo, mas combatían en el monasterio mostrando la rabia contra los varones amigos de Dios. 

Y ante la caída buscar levantarse. Acudir siempre a la Santísima Virgen María y a San José. San Juan Clímaco predicaba: “Que tengan ánimo los que soportaron la humillación de estar sometidos a las pasiones. Incluso si caen en todos los precipicios, si se dejan capturar en todas las trampas o si son alcanzados por todas las enfermedades, cuando recobra la salud, llegan a ser médicos, faros, lámparas y pilotos para todos, enseñando los síntomas de cada enfermedad; su propia experiencia los vuelve capaces de impedir a los otros que caigan”. Y cómo no memorar aquellas tan alentadoras palabras del Doctor Melifluo, San Bernardo, de las que solo cito algunas: “Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María. Si eres agitado por las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la Estrella, llama a María. Si la ira, o la avaricia, o la impureza impelen violentamente la navecilla de tu alma, mira a María. Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima del suelo de la tristeza, en los abismos de la desesperación, piensa en María.” 

Hay algo sutilmente muy fino que ha logrado Satán además de hacer creer a los hombres que él no existe. Y ese logro es este: “Que ha hecho creer que, en el diario vivir, no hay ninguna lucha espiritual que librar en orden a la salvación eterna”.  El hombre gasta todos sus esfuerzos en obtener una vida cómoda, en el máximo confort. Desprecia la cruz. Preguntando a las personas cuáles son los tres enemigos contra los que debemos luchar, miran raro, como diciendo: “¿de qué me estás hablando?” Uno respondió: “Inglaterra, los políticos corruptos…”. Pocos saben que esos tres enemigos que bregan para nuestra perdición eterna son “el demonio, el mundo y la carne”.  En resumidas cuentas, “un gran engaño del demonio es haber logrado la indiferencia del hombre moderno en la lucha por ganar la vida eterna.”

Autor: Tomás I. González Pondal

viernes, 30 de mayo de 2025

LA BATALLA DE LOS SIGNOS



Lo que el alma acepta sin saber y el infierno celebra en silencio


I. EL SIGNO NO PIDE PERMISO

El alma humana no ha sido hecha para la neutralidad. O adora, o cae. Y sin embargo, hoy el hombre moderno —tan práctico, tan ilustrado— se ha acostumbrado a vestir signos que no entiende, a repetir gestos que no eligió, a cantar palabras que niegan lo que finge no creer.

Lleva cruces invertidas como si fueran adornos. Se envuelve en calaveras festivas. Decora su casa con ídolos orientales. Y todo lo hace diciendo que “no significa nada”, mientras su alma se va empapando —gota a gota— del contenido que ese “nada” realmente contiene.

El signo actúa. Aunque la conciencia duerma. Porque el símbolo no es solo un dibujo: es una semilla. No es un accesorio: es un lenguaje silencioso que forma el alma, como el clima forma un paisaje.

Y en esta civilización que presume haber superado las formas, la batalla más sutil —y más decisiva— ya no se libra en tratados: se libra en signos.


II. LA LENGUA DE DIOS: CUANDO LO INVISIBLE SE HACE VISIBLE

Dios habla. Pero no lo hace como los hombres. Su pedagogía es antigua, pero viva: Él enseña con fuego, con agua, con pan, con sangre. No explica: revela. No teoriza: se muestra. Y por eso su verdad no solo se escucha, sino que se toca, se huele, se saborea.

El cristianismo es la única religión donde la verdad se hizo cuerpo. Y un cuerpo necesita gestos, formas, tiempo, color. Por eso la Iglesia —madre sabia— no dejó que su fe se disolviera en abstracciones, sino que la tejió con signos: la cruz, el altar, la genuflexión, el incienso, el ayuno, el silencio. Todo lo que la modernidad llama “superfluo” es, en realidad, el alfabeto del alma redimida.

Los sacramentos —signos eficaces instituidos por Cristo— contienen y causan la gracia. Los sacramentales, bendecidos por la Iglesia, disponen al alma, elevan la mente, protegen el cuerpo. Y más allá de ellos, hay un universo de signos santos que, sin causar nada por sí mismos, enseñan, preparan, custodian.

Santo Tomás lo enseña sin rodeos:

“El hombre necesita de lo sensible para elevarse a lo espiritual.”

Y san Gregorio Magno completa:

“Lo que la Escritura enseña con palabras, la liturgia lo proclama con signos.”


III. ESCUDOS VISIBLES, VÍNCULOS INVISIBLES

Un crucifijo no es una figura: es una proclamación. El Rosario no es rutina: es resistencia. El escapulario no es tela: es pertenencia. El agua bendita no es adorno: es una trinchera invisible.

Los signos santos, cuando son bendecidos y usados con fe, no contienen a Dios como el Sacramento, pero hacen presente su memoria, disponen el alma, y ejercen una protección verdadera. Son escudos morales. Son pedagogía silenciosa. Son llamados a la conversión.

Por eso los santos los usaron como armas. San Benito trazaba la cruz sobre el veneno y lo vencía. Santa Teresa de Jesús humillaba al demonio con una gota de agua bendita. El Cura de Ars dormía entre signos que el diablo odiaba. San Pío de Pietrelcina discernía lo bendito de lo profanado como quien reconoce el perfume del cielo.

Nada era accesorio para ellos. Porque sabían que Dios habla también por las formas, y que quien custodia sus signos, custodia su Reino.


IV. LOS SIGNOS DE LA CONTRARRELIGIÓN

El demonio no puede crear, pero sabe imitar. Y cuando lo hace, invierte.

Así se ha infiltrado la liturgia del enemigo en camisetas, videoclips, festivales, tatuajes, modas y bisutería. Pentagramas, calaveras, cruces invertidas, ojos ocultistas, saludos rituales, invocaciones disfrazadas de diseño, letras cargadas de blasfemia, imágenes profanadas. Todo presentado como arte. Todo consumido como entretenimiento. Pero todo sembrado con precisión.

Basta mirar alrededor: símbolos santeros vendidos como cultura; playeras de bandas que glorifican el suicidio; posters que mezclan paganismo y política; veladoras con santos falsificados; cantos que repiten herejías con ritmo de fiesta.

Y más sutil aún: los ídolos orientales convertidos en decoración; los mandalas como terapia; los mudras como gesto elegante; las estatuas de Buda presidiendo comedores católicos; las posturas de yoga —nacidas como ofrendas a divinidades paganas— convertidas en gimnasia espiritual para almas que ya no saben quién las redimió.

No, no son neutrales. Porque todo signo tiene dueño.
Y el alma que acepta un signo, aunque lo ignore, entra en la esfera de influencia de aquello que ese signo proclama.

San Agustín, que conocía los engaños del infierno, lo resumió con lucidez:

“El demonio no puede crear, pero imita y pervierte todo lo que Dios hizo.”

Y los santos actuaron en consecuencia: San Patricio destruyó los signos druídicos. San Bonifacio taló el árbol de Thor. San Cipriano, que antes fue mago, confesó que los signos impíos que usaba eran reales instrumentos del demonio. Y cuando conoció la cruz, todo lo anterior se quebró.


V. INFLUENCIA DEMONÍACA Y PUERTAS ABIERTAS

El demonio no necesita poseer para reinar. Le basta que el alma baje la guardia.

La posesión es extraordinaria. La influencia, en cambio, es cotidiana. Se cuela por gestos, hábitos, objetos, música, símbolos. Se manifiesta como resistencia a la oración, turbación sin causa, alergia al silencio, repulsión hacia lo sagrado. Y muchas veces, todo comenzó con un símbolo aceptado sin pensar.

Porque el símbolo, incluso sin intención, educa el alma. Y cuando el alma se acostumbra a lo oscuro, termina diciendo que la oscuridad es solo otra forma de luz.

El padre Amorth lo decía sin adornos:

“El demonio entra por las puertas que se le abren. Y un símbolo puede ser una de esas puertas.”


VI. VIVIR ENVUELTO EN LA LUZ

Por eso, el alma católica debe rodearse de signos santos como quien levanta una fortaleza.
No por superstición, sino por fidelidad. No por miedo, sino por identidad.

Un crucifijo visible. Un escapulario bendito. Agua santa en el hogar. Imágenes verdaderas. Música que eleve. Palabras que no hieran lo sagrado. Ropa que no contradiga la fe que se profesa.

No es rigidez. Es coherencia.

San Cirilo de Jerusalén, preparando a los catecúmenos del siglo IV, lo dijo sin poesía:

“Cada gesto cristiano es escudo del alma.”

Y la Iglesia lo ha enseñado siempre: Lex orandi, lex credendi, lex vivendi. La forma de orar enseña la fe. Y la fe modela la vida.


VII. LA GUERRA DEL SILENCIO Y DE LOS SIGNOS

No estamos en un debate: estamos en una guerra.
Y esta guerra no se libra ya solo en libros, sino en símbolos.
No se da solo en los parlamentos, sino en los closets, en los cuerpos, en los perfiles, en las fiestas, en las canciones.

Hoy se expulsa el crucifijo y se venera la calavera. Se ríe del incienso y se aplaude la blasfemia. Se censura la sotana y se celebra la desnudez.

Y quien no elige conscientemente los signos del Reino, acabará vistiendo sin saber la marca del enemigo.

San Juan Damasceno lo decía con precisión teológica y fuego en la sangre:

“No venero la materia, sino al Creador de la materia, que se hizo materia por mí.”

Nosotros lo decimos hoy, frente a las sombras que avanzan:

No adoramos los signos. Pero no los despreciamos.
Porque quien pierde el lenguaje de los signos santos, pronto hablará —sin saberlo— la lengua del infierno.

OMO




lunes, 26 de mayo de 2025

¿DÓNDE ESTÁ TU COMPAÑERA DE SALVACIÓN?



El juicio personal y el peso eterno del amor conyugal

“Al final, el amor será pesado.
Y solo el amor que salva tendrá peso de eternidad.”

I. EL UMBRAL DONDE CAERÁN TODOS LOS ESPEJOS

Vendrá la hora.
Lo sabemos. Aunque llenemos los días con palabras, con risas o con silencios, lo sabemos.

Vendrá la hora en que todo lo que fue apariencia caerá.
En que cada sonrisa, cada indiferencia, cada acto y cada omisión serán llamados por su nombre verdadero.

El juicio personal.

No será un interrogatorio frío ni una lista burocrática de errores.
Será la revelación total de lo que fuimos, de lo que hicimos con el amor que Dios nos confió.

Y entonces, para el esposo —y también para la esposa— habrá una pregunta que resonará con una gravedad imposible de imaginar ahora:

”¿Dónde está tu compañera de salvación?”

No:
”¿Dónde está tu compañera de afectos?”
Ni:
”¿Dónde está tu cómplice de alegrías?”

Sino:

”¿Dónde está el alma que puse bajo tu custodia?
¿Dónde está la mujer cuyo destino eterno te confié?”

Porque el matrimonio, que para el mundo es solo un contrato o una historia de sentimientos, para Dios es una alianza de redención.

II. MATRIMONIO: NO COMPAÑÍA, SINO CUSTODIA DEL ALMA

El día que un hombre y una mujer dicen “sí” —ante el altar y bajo el cielo que también es testigo—, sellan una alianza que no entiende de modas ni de emociones fugaces.

Prometen fidelidad.
Pero esa fidelidad no es solo compañía física ni constancia emocional.
Es una fidelidad al alma del otro.

“Te recibo como esposa…” no significa: “Te acompañaré mientras sea fácil.”
Significa: “Asumiré la custodia de tu alma incluso cuando el amor se vuelva cruz.”

San Juan Crisóstomo lo dijo con la fuerza de los que ven más allá de la tierra:
El esposo debe amar a su esposa como Cristo amó a la Iglesia: hasta el sacrificio, hasta la santificación, hasta la entrega total.

San Francisco de Sales, con la dulzura que solo poseen los fuertes, añadió:
El verdadero amor conyugal no busca solo hacer la vida más agradable. Busca conducir al otro hacia Dios.

Y Santo Tomás de Aquino no habló de afectos pasajeros, sino de mutuum adiutorium: la ayuda mutua no solo en lo terreno, sino en lo que pesa eternamente: el destino del alma.

El gran moralista Antonio Royo Marín lo sintetizó con claridad rotunda:
Procurar la salvación del cónyuge no es un consejo piadoso. Es una obligación grave. Ignorarla es pecado de omisión.

III. LA FALSA MEDIDA DEL AMOR: EL VENENO ELEGANTE DE LA MEDIOCRIDAD

Hoy, el mundo ha inventado medidas falsas del amor:

“La hice feliz.”
“La dejé ser libre.”
“No la juzgué.”

Son frases que suenan maduras y razonables.
Pero muchas veces son máscaras del miedo o de la pereza disfrazadas de virtud.

El amor que nunca corrige, nunca exhorta, nunca incomoda, nunca sufre… no es amor. Es indiferencia disfrazada de respeto.

San Francisco de Sales advirtió:
No hay neutralidad en el matrimonio. O el esposo y la esposa se ayudan a salvarse, o se arrastran uno al otro hacia la tibieza, que es antesala de la ruina espiritual.

IV. LAS OMISIONES PESARÁN MÁS QUE LOS PECADOS

En ese juicio personal, no serán los pecados los que más pesen.
Serán las omisiones:

— Las veces que callaste cuando tu esposa abandonaba la oración.
— Las veces que no corregiste por miedo a disgustarla.
— Las veces que preferiste tu comodidad al sacrificio de guiarla.
— Las veces que no rezaste por ella porque pensaste que “ya no escucharía”.
— Las veces que no fuiste ejemplo porque creíste que “era demasiado tarde”.

Cada silencio tendrá su peso.
Cada cobardía tendrá su nombre.
Cada omisión será llamada al centro del tribunal.

El Cardenal Robert Sarah lo expresó con la gravedad de quien contempla muchas almas perdidas y algunas redimidas:
Dios nos confiará el alma del otro. Y nos preguntará qué hicimos con ella.

V. LA GRAN PREGUNTA Y LA ESPERANZA DE LOS QUE LUCHAN

”¿Dónde está tu compañera de salvación?”

No será una metáfora.
Será el resumen de toda tu vida conyugal.

Y no habrá espacio para decir:

“Señor, no quise imponer.”
“Señor, respeté su libertad.”
“Señor, cada uno tenía su camino.”

Porque el matrimonio no es coexistencia de libertades individuales bajo el mismo techo.
Es unidad de destino y corresponsabilidad mutua en el camino hacia el Cielo.

Pío XI lo proclamó con firmeza en Casti Connubii:
“Dios ha instituido el matrimonio no solo para la propagación y educación de los hijos, sino para que los esposos se ayuden mutuamente a alcanzar la vida eterna.”

VI. CUANDO LA PREGUNTA SE VUELVA MÁS ÍNTIMA: “¿AMASTE A TU ESPOSA COMO YO AMÉ A MI IGLESIA?”

El día del juicio, esa gran pregunta no será solo:

”¿Dónde está tu compañera de salvación?”

Sino que, en el fondo del alma, resonará otra aún más temible y luminosa:

”¿Amaste a tu esposa como Yo amé a mi Iglesia?”

No será un reproche.
Será la medida con que se pesa al esposo cristiano.

“Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella.” (Ef 5, 25).

No se nos pedirá haber amado “como pudimos”.
No se nos preguntará si fuimos amables o pacientes a ratos.
Se nos medirá con el amor crucificado de Cristo:

— Un amor que tuvo paciencia ante las infidelidades.
— Que corrigió con caridad y enseñó con verdad.
— Que se sacrificó sin esperar recompensa.
— Que perdonó incluso cuando fue herido.
— Y que dio la vida para salvar.

El esposo que ama así, aunque con imperfección humana, se convierte en imagen viva del amor redentor.

VII. EL ROSTRO QUE PREGUNTA SERÁ TAMBIÉN EL ROSTRO QUE SONRÍE

Pero ese juicio no será solo peso y temor.

El mismo Dios que preguntará es el que dio la gracia suficiente para cumplir la misión.

Y si puedes decir —con humildad y lágrimas—:

“Señor, aquí está la compañera que me diste.
No fui perfecto.
Caí muchas veces.
Pero oré por ella.
La corregí con amor cuando pude.
La sostuve en sus flaquezas.
Me sacrifiqué por su bien espiritual.
Y cuando no supe qué hacer, te la confié a Ti, en mis oraciones y en mi cansancio.”

Entonces —como enseñaba Fulton Sheen— el juicio no será una condena, sino una glorificación.

El rostro que pregunta será también el rostro que sonríe.
Porque el amor que salva, aunque imperfecto y luchado, es el único amor que cuenta cuando el tiempo ha terminado.

VIII. NO SE COMPARTE LA ETERNIDAD COMO ESPOSOS, SINO COMO ALMAS QUE SE AYUDARON A ALCANZARLA

El matrimonio cristiano no permanece en el cielo.
“En la resurrección ni se casarán ni se darán en matrimonio.” (Mt 22, 30).
El vínculo sacramental, como todos los sacramentos, es camino, no destino.
Cumplida su misión, cesa.

Pero los esposos que lucharon por la salvación del otro se reconocerán eternamente como las almas que colaboraron con la gracia para llevarse mutuamente a la gloria.

“No compartirán la eternidad como esposos,
pero se contemplarán en la bienaventuranza como instrumentos del amor redentor que los condujo hasta Dios.”

Y esa será su alegría suprema:
no haber compartido solo una vida, sino haber colaborado en la salvación que los hizo eternos.

”¿Dónde está tu compañera de salvación?”

Que podamos responder con verdad y esperanza:

“Señor, aquí está.
Y aunque el camino fue difícil y yo imperfecto,
nunca dejé de luchar por su alma.”

Entonces comprenderemos que el matrimonio fue —como enseña la tradición cristiana— la forma más alta en que el amor humano natural puede participar en la obra redentora de Cristo.

El sacerdocio y la virginidad consagrada, que son más altos en el orden de la gracia, habrán brillado ya en su plenitud celestial.

Pero el amor conyugal que colaboró a la salvación del otro será coronado por Dios con una gloria propia:
haber sido, en esta tierra, imagen imperfecta pero verdadera del Amor que no abandona y que no teme al sacrificio.

OMO

sábado, 24 de mayo de 2025

TODA OJOS


"María es todos ojos para compadecerse de nosotros y socorrernos. San Epifanio llama a María “la de los muchos ojos”; la que es todo ojos para ver de socorrer a los necesitados. Exorcizaban a un poseído por el demonio; y al preguntarle el exorcista qué hacía María, respondió el poseso: “baja y sube”. Quería decir, que esta benignísima Señora no hace otra cosa más que bajar a la tierra para traer gracias a los hombres, y subir al cielo para obtener el divino beneplácito para nuestras súplicas. Con razón san Andrés Avelino llama a la Virgen la administradora del Paraíso que de continuo se ocupa de obtener misericordia, impetrando gracias para todos, tanto justos como pecadores. la madre no sólo mira porque su hijo no caiga, sino para que, habiendo caído, lo pueda levantar".

San Alfonso María de Ligorio